No vivimos en tiempos de grandes utopías porque nos atenazan las pequeñas incertidumbres del día a día. No vislumbramos la realidad con esperanza porque estamos sumidos en la depresión de un pensamiento débil que nos llena de fragilidad. No somos capaces de mirar al futuro con confianza porque el “aquí y ahora” nos tiene amarrados y ocupa todo nuestro tiempo con su complejidad. No podemos pensar en clave utópica porque caminamos desde el pragmatismo del mercado y el consumo. Nos han arrebatado la capacidad de creer en un escenario ideal, mejor que el actual, porque los retos a los que nos enfrentamos se presentan a escala global y parecen inasumibles desde nuestra pequeñez…
Y ese es uno de los hitos que ha logrado instaurar el fenómeno progresivo de la globalización desde que se instaló entre nosotros en el último tercio del siglo pasado. Convencernos de que el mundo lo manejan otros y la ciudadanía, convertida en opinión pública, sólo juega un rol de mero espectador de lo que mueven los grandes poderes que dirigen el destino de la humanidad (gobiernos, empresas transnacionales, lobbys, grandes marcas, instituciones globales, personas influyentes…). Y en cambio, este sistema capitalista nos inunda de instantáneos y efímeros placeres pero no nos hace felices. Hace unos años, el autor de la “teoría del decrecimiento”, Serge Latouche, declaraba con rotundidad que “la gente feliz no necesita consumir”. Según el filósofo francés, “vivimos fagotizados por la economía de la acumulación que conlleva a la frustración y a querer lo que no tenemos ni necesitamos”.
Lo más frustrante de esta reflexión es el hecho de seguir creyéndonos que este tipo de vida es lo mejor que podemos experimentar y disfrutar. Se convierte en una especie de espejismo que no nos proporciona la felicidad, pero nos envuelve de tal manera que no podemos escapar. Y esa es la distopía cotidiana que protagonizamos en nuestra existencia posmoderna. La supervivencia asumida en el declinar de los grandes ideales. Una utopía, que en algún tiempo se atribuyeron las ideologías de izquierda y que, en la actualidad, pocos afirman con hechos que es válida para un proyecto de vida individual y colectivo real.
Hace pocos días la prensa se hacía eco de la última lección del teólogo Juan José Tamayo en la Universidad Carlos III. En ella, el pensador palentino se reafirma en una tesis repetida a lo largo de sus cincuenta años de carrera como intelectual: la utopía es el motor de la historia porque la hace avanzar y progresar dotando de sentido a su evolución. Sin ella, la humanidad habría bloqueado su camino y permanecería detenida sin ningún objetivo en el horizonte. Sin embargo, la historia del ser humano siempre ha transcurrido en disputa entre esta utopía y la desesperanza.
La idea y el término “utopía” es una invención de Tomás Moro en el siglo XVI para describir una sociedad ideal. Esa utopía la han representado durante siglos las diferentes tradiciones religiosas, proponiéndonos a través de una cosmovisión particular de la realidad, la creencia en un mundo mejor, trascendente y eterno. También se ha considerado utopía, pero económica, la defendida por el comunismo y el socialismo. Y más recientemente, se ha establecido en nuestras vidas la utopía tecnológica: una sociedad ideal soportada en el crecimiento exponencial de las nuevas tecnologías, adalid del bienestar y el progreso.
Como señala Tamayo, el gran debate se dirime entre el pesimismo y el optimismo que destilan estas utopías. Es decir, se trataría de averiguar/experimentar si realmente son utopías o más bien distopías. Para el teólogo, “la realidad no da para ser optimista. Estamos sometidos a una serie de sistemas de dominación en racimo que se apoyan y legitiman, cuyo objetivo último es robarnos la esperanza, robársela a las personas y colectivos empobrecidos, que es, posiblemente, uno de los mayores latrocinios que está cometiendo el neoliberalismo. Pero al mismo tiempo soy esperanzado, porque ese pesimismo no me lleva a cruzarme de brazos, sino que me induce a actuar, y la acción es ya de por sí una respuesta al pesimismo ambiente”. Y concluye, citando a Gramsci, que aunque el pesimismo de la realidad es una verdad insoslayable, no es menos real que la vivencia de la utopía nos obliga a estar volcados en el optimismo de la acción.
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