(Artículo publicado en la Revista UD)
En el año 1992, el británico David Wheatley dirigía la película “La Marcha” que recreaba el intento de miles de africanos que partían desde el centro del continente para atravesar el Estrecho y llegar a Europa. El film fue financiado por el Parlamento Europeo y pasó sin pena ni gloria con una distribución muy escasa en las salas comerciales. La narración, y hasta alguna de las imágenes que ilustraban aquel trabajo desde la ficción, se han convertido en reales apenas trece años después.
La realidad se ha elevado, una vez más, sobre la ficción en crudeza, desgarro y violencia provocada por unos seres humanos sobre otros en situaciones adversas. Las imágenes de decenas de subsaharianos heridos vagando por las calles de Ceuta y Melilla, o por el desierto africano, rebosaron los medios de comunicación en el inicio del otoño. Nadie pareció permanecer impasible ante un drama humano que estaba siendo televisado en directo a toda Europa. Los gobiernos de España y Marruecos se apresuraron a atajar el problema mediante dosis de la denostada diplomacia internacional. Pero sobre todo, sumando metros y protección a una terrible valla que se ha convertido en uno de los símbolos de esa fortaleza que ha edificado el Viejo Continente. Y como llegó el problema, se esfumó. Se extinguió de las portadas de los medios informativos entre las arenas del desierto y las aguas del Estrecho.
Cuestión esta de la inmigración que se sigue pretendiendo resolver con petachos y que debiera requerir de un tratamiento global. En la frontera de Ceuta, o en la de Tijuana, o en el puerto italiano de Gallipoli confluye un mismo efecto maldito: estas fronteras están matando cada día a decenas de personas. Abordar el aumento de la inmigración como un conflicto, un contratiempo o como resultado de la modificación de determinadas políticas de extranjería apelando al denominado “efecto llamada” es no querer ver más allá de nuestros ojos del Norte. La óptica desde la que se busca la solución se presenta como la clave de la misma.
El Observatorio Vasco de Inmigración publicaba en el mes de junio que se había producido un incremento del 23% en el número de empadronamientos de extranjeros en el País Vasco durante el último año. Más de 72 mil personas han iniciado una nueva vida junto a nosotros en 2005, la mayoría de ellos latinoamericanos. Sin embargo, el número de regularizados este año ha sido sólo de 52 mil. Los sucesivos procesos de regularización que han emprendido los distintos gobiernos en los últimos años no han conseguido más que desahogar esta situación temporalmente. Y lo que es más grave, no han acudido a las verdaderas causas de dicha inmigración, sino que las han ocultado más, ofreciendo una incompleta imagen de posibilismo y mano tendida.
Las ONG y los movimientos sociales en general vierten serias acusaciones sobre el tratamiento que reciben las personas que vagan por el mundo en busca de una vida mejor, pero hay una que se repite de forma continuada en forma de estribillo. Para estas organizaciones civiles hay potencias y entidades que convierten a estos ciudadanos en mercancía y la utilizan como mano de obra barata cuando más les interesa. Esta dinámica alimenta la paradoja global del nuevo tiempo; la del libre comercio, en la que el capital especulativo circula a velocidad de vértigo sin límites geográficos; frente a la del cierre de fronteras, en la que el capital humano ve bloqueados sus movimientos cuando puede hacer peligrar el equilibrio comercial y económico.
Estos movimientos ciudadanos apelan al respeto a los Derechos Humanos y a que se aplique el mismo rasero para medir la dignidad humana de todas las personas, independientemente del lugar de nacimiento. Demandan a aquellos organismos con poder político y económico que aborden el problema en su conjunto y vean las dificultades del otro lado de la alambrada como propias. También nos invitan a todos los ciudadanos a educarnos en la responsabilidad de no promover un estado de opinión del miedo, que sobreproteja falsamente nuestro territorio, nuestras propiedades y nuestra cultura. A no extender discursos que difundan estereotipos prejuiciosos fomentados sobre los inmigrantes. Como escribía recientemente el Director del Instituto Pedro Arrupe de la UD, Eduardo J. Ruiz Vieytez, “no hay modelo legítimo de sociedad si abocamos a los inmigrantes a perder los brazos, las piernas o la vida en un intento por entrar en nuestro espacio cerrado, cuando sabemos que cruzar el Estrecho en ferry resulta infinitamente más barato que hacerlo en patera”.
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