Cuando mi abuela encontraba algo que llevaba tiempo buscando, aliviada pronunciaba una de sus palabras. “Equilicuale”, decía. Siendo yo pequeña como era, lo atrabuía a ese ser suyo que hacía que de su boca salieran palabras que olían a añejo, a pueblo y madera tallada. Palabras cargadas de esa belleza del habla de las gentes pobres, rebosantes de matices, poesía y enorme riqueza. Equilicuale, cambajona, espelde, güízara. No sabía yo entonces que tanto la primera como la última venían de otros lugares, de otras lenguas. No así la segunda y la tercera que eran propias –como tantas otras que he heredado– del terruño albense en el María, mi abuela, nació, creció y recorrió su vida.
Años después, vine a deducir que güízara no era otra cosa que una derivación de wizard, es decir, bruja en inglés. Y así era: bruja. Porque cada vez que mi abuela la pronunciaba, con cierto rentintín y picardía, nos llamaba brujillas espabiladas y listas que hacían tretas para conseguir lo que querían. Deduje, pues, que la palabra se había quedado anclada en el pueblo siglos atrás cuando la presencia de los ingleses fue destacada en la afamada villa ducal de Alba de Tormes. El paso de los años había hecho crecer una propia versión de lo que antaño dejaron por esas tierras los británicos.
Hoy décadas después de que mi abuela me enseñara sus palabras, y mientras comienzo mi vida en Roma, descubro que equilicuale no es otra cosa que echo ci quale. Es decir, ¡aquí está! Y de nuevo me admira comprobar cómo mi abuela adoptó una versión propia para reproducir una frase en una lengua ajena. Por supuesto, no eran estas expresiones exclusivas de mi abuela; sino de las gentes de la zona que, hasta el día de hoy, las comparten y usan sin que apenas se intuya el poder de su historia y su belleza.
Qué hago contando una historia personal en un blog sobre comunicación. Esta historia tiene mucho que ver con la comunicación y el periodismo. Me explico. Mi abuela apenas fue a la escuela, era pobre; casada con un pastor de ovejas ajenas, analfabeto y pobre; él también. Como lo era la mayoría de la gente de la zona. Siempre me he sentido profundamente orgullosa de donde vengo, pero confieso que cuando era jovencilla, alguna vez mientras los escuchaba, me salió el ramalazo de “hablan así porque no han podido estudiar”. La superioridad de la estudiante; paternalismo absoluto y patético. Sobre todo, porque esa opinión dejaba en el camino el proceso de transformación, adaptación y rebeldía que durante generaciones se había realizado para llegar a esas palabras. Dicho esto, ya llego al periodismo. Hagamos un paralelismo entre mi interpretación y la que vemos en los medios de comunicación sobre las realidades de las personas pobres, empobrecidas, obreras, periféricas o como queramos llamarlas.
Cuántas veces no hemos leído artículos plagados de lugares comunes, análisis superficiales y prejuiciosos sobre quiénes son esas personas. En ellos se respira la ausencia de explicaciones esenciales para entender cómo lidian con su vida, cuáles son sus estrategias, sus batallas, sus victorias. El discurso dominante se queda en lo que podíamos llamar “la gracia de la palabra curiosa” (como las de mi abuela); esos atributos medio folclóricos y simpáticos que parecen decir algo así como “ay, pobres; y qué majos, oye”. Y en ese enfoque olvidamos excavar hacia el centro de la historia; utilizamos un foco superficial anclado a tópicos que olvida mirar y entender el origen de las manifestaciones de esas personas, su poder, su historia y su transcendencia.
Como hacía mi abuela, como hacían las gentes de aquella época, como han hecho y harán siempre las clases obreras, las personas pobres, reinterpretan lo que se impone desde fuera para hacer versiones propias que se adapten a sus necesidades y que además sean amables con la vida. Contar la esencia de la historia de tantas Marías que habitan en el mundo, con su enorme carga política, es deber de quienes se dedican al periodismo y, también, por supuesto, de quienes cuidan de la comunicación en las ONG.
Acercarnos a “los otros” -que en realidad no lo son tanto- exige huir del titular efímero para adentrarnos en caminos de largo recorrido; exige tirar del hilo hasta los orígenes y recorrer palabras tejidas en tiempos pasados. Esperar décadas para entender el poder de una expresión usada por tu abuela no debería ser la norma. Tampoco, conformarnos con los lugares comunes que nos presentan a las personas con quienes compartimos el mundo muy alejadas de lo que en realidad son.
Urdamos tretas para conseguir que nuestras narraciones (sean periodísticas o oenegeras) presenten a sus protagonistas más allá de enfoques paternalistas. Seamos más güizaras, brujillas espabiladas y listas. Nuestras nietas nos lo agradecerán.
Quise escribir un artículo teórico y formal, más clásico. Me salió esto, así lo dejo. Creo que mientras me ponía al ordenador, mi abuela apareció para susurrarme al oído sus palabras llegadas de lenguas extrañas.
Me ha encantado!!!