
Es comprensible que en un momento de aceleración social y de cambios de fondo las instituciones sufran un cierto “desanclaje”. La sociedad revisa y valora una y otra vez con celo cómo funciona cada una de ellas. Unas instituciones resistan mejor que otras, pero todas se sienten señaladas y hasta sacudidas. La familia, sin ir más lejos, vive la tensión entre un único modelo de familia “naturalizado” y una pluralidad de modelos emergentes. La política, diluida por el mercado, la tecnología y la comunicación, se mueve en términos parecidos, a la defensiva.
Es la sociedad en su conjunto la que ha pasado de mostrarse uniforme y unidimensional a presentarse plural y diversa. Hasta el juego de identidades transita de la unicidad exclusiva de una manera de ser, a la pluralidad inclusiva de varias formas de reconocerse.
El avance del proceso de individualización –como el del consumo- no conoce límites significativos. La ciudadanía exige cada vez más “prestaciones” a las instituciones que, en tiempos de sobre-estimulación informativa y social, están obligadas a ganarse de nuevo al público cada día. A cambio, ese público promete tener mala memoria y olvidar ciertas licencias, abusos y corruptelas. Es como si la legitimidad llevara en su ADN la obsolescencia programada de las mercancías. Como el amor o la buena amistad, las legitimidades nos exigen cuidarlas, renovarlas a diario, porque se consumen de tanto usarse y tienden a caducar prematuramente. Aceleración social. Decisiones continuas. Volatilidad. No es que estemos en “crisis” porque lo viejo no muere y lo nuevo no acaba de nacer; es que hasta lo nuevo tiende a desaparecer antes de su alumbramiento encarnado.
En ese escenario las instituciones, en lugar de emprender su “reanclaje” a medio plazo, suelen optar por buscar enamoramientos fáciles y huir hacia adelante. Conquistar a la gente sea como fuere, manipulando la fotografía pública, mostrando un perfil falso, hinchando el currículo, presumiendo de lo que carecen, prometiendo en suma lo que no pueden dar: soluciones simples, rápidas y definitivas a problemas multifactoriales y altamente complejos.
Las instituciones se encierran entonces en una espiral irrefrenable, con efectos multiplicadores, de la que después ignoran cómo salir. Con frecuencia avanzan de protagonizar “corruptelas” (“pequeños arreglos” que desvían lo público hacia lo privado), a envolverse en “corrupción” (toda una actitud articulada en procedimientos y rutinas institucionales que pulen y profesionalizan esas corruptelas), incluso a entregarse a la “perversión” (entendida aquí como sobrevivir haciendo justamente lo contrario de aquello para lo que se ha nacido y sirve de teórica legitimación social).
Cuando sucede esto podemos hablar de crisis institucional, de confianza, de credibilidad, y se instaura la sensación, a veces buscada pero después incontrolada, de miedo social. No es solo que no sabemos a dónde vamos (partida la línea de progreso se abre el reino de la contingencia y la incertidumbre), sino que nos invade la sensación de que quienes nos gobiernan y nos orientan tampoco saben muy bien hacia dónde caminan.
En ese paisaje desolador quien más grita y asusta, quien más regala manuales de autoayuda y reafirmación y presenta al otro como culpable tiende a triunfar a corto plazo. ¿Será real ese éxito o se tratará de un espejismo? Depende. Las caras y las siglas tienden a borrarse en poco tiempo (la categoría de “futuro” irrumpe hoy como indicador medular), pero queda el miedo que despliega su propia lógica contagiosa y las relaciones sociales se van polarizando y resquebrajándose. Peligro. Entonces, ¿qué hacer?
Tal vez las instituciones pueden comenzar perdiendo el miedo al cambio y asumiendo la exigencia permanente de legitimidad como un acicate para articularse desde la creatividad, renovarse desde la radicalidad democrática e innovar socialmente desde la participación decisiva de la gente.
Tal vez la ciudadanía puede abandonar la tentación del hastío y la comodidad y lanzarse a ejercer con esfuerzo y rigor la función clave que le corresponde. Hasta puede que no sean tan malos tiempos para las instituciones si se abren a lo que les da sentido: la ciudadanía; ni para la ciudadanía que se proponga hacer valer su poder y protagonizar la acción social.
¿Y si estuviéramos ante un escenario que nos obliga a sacudirnos egos, miedos y rutinas para comunicarnos -hacia adentro y hacia afuera-? Podríamos así abordar con éxito los inmensos desafíos que nos miran de frente, como la “disolución” de la política, el espectáculo obsceno y violento de la creciente desigualdad, la insostenibilidad del propio futuro, la vigilancia total con su amenaza “metatotalitaria”, y los pasos opacos e insondables de la llamada “transhumanidad”, entre otros.
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