(Artículo publicado en la Revista UD)
El individualismo entre los seres humanos es falso. Necesitamos cooperar, estamos concebidos para colaborar unos con otros. Más nos vale sembrar amigos que enemigos. Estas son algunas de las palabras que nos brindó la catedrática de ética y filosofía Adela Cortina en la conferencia que impartió hace unas semanas en Donostia. La jornada se enmarcaba en el ciclo “Debatiendo en las fronteras de la ética” que organizaban conjuntamente los Jesuitas de la calle Andía y el Forum Larramendi, y en el que también tomaron parte figuras como Diego Gracia, Xabier Etxeberria o Jesús Conill, entre otros.
Según la filósofa valenciana, estamos genéticamente programados para actuar desde un altruismo biológico, que se interesa por los más cercanos, por los que más afectivamente sentimos. Incluso podemos ir más lejos: estamos dispuestos a dar siempre que tengamos expectativas de recibir: somos seres “reciprocadores”. El egoísmo es suicida y la colaboración es una actitud humana, y también rentable. La ayuda mutua es más inteligente que la búsqueda de conflictos para obtener algún rédito que a la larga seguramente no traerá nada bueno.
Hoy en nuestras sociedades estamos impregnados de ese espíritu colaborativo, muy positivo para el desarrollo y crecimiento de un país, de cooperación, generación de alianzas y aprovechamiento de sinergias. En la universidad estamos enseñando los beneficios del capital social y de la colaboración interpersonal e interinstitucional. Y también estamos muy ilusionados, y con razón, por el número creciente de propuestas y participantes de estudiantes que aprenden y realizan un servicio a cambio de un reconocimiento académico.
Estas iniciativas, que están consiguiendo humanizar más nuestra universidad y nuestra sociedad, cuentan con el apoyo y la participación de un número considerable de personas y organizaciones. Pero, ¿ahí se acaba nuestra preocupación por el otro? ¿Un altruismo practicado sólo con los que más proximidad tenemos o sentimos?, ¿solamente con aquellos por cuya apuesta podemos obtener una compensación? En nuestras sociedades se ha extendido la práctica de un altruismo eminentemente mercantil, que no está nada mal y puede favorecer muchos procesos individuales y colectivos, pero que se reduce a la colaboración entre iguales y al mero intercambio. Es un altruismo posmoderno de baja intensidad en el que prima lo estético frente a lo ético, mi cosmovisión –interpretación de la realidad– frente a la del otro. Un altruismo, como decía Lipovetsky indoloro, de compromiso más tenue y del que pueda obtener algo a cambio: currículum, expediente, experiencia profesional…
Se echan en falta otros elementos, que Adela Cortina también subraya en su charla, para que nuestra acción colaborativa se convierta en altruista. El primero, el de la gratuidad: hacer las cosas en libertad y sin que primen los intereses particulares. Y en segundo lugar, la ubicación del “otro excluido” en el centro del escenario. Se trata de fomentar también una solidaridad del que se conmueve y compromete con los que sufren. Una solidaridad que cala, nos transforma de raíz y cuyo único aliciente es la búsqueda de la transformación personal.
¿Qué podemos hacer desde la universidad para proteger este pequeño resquicio al altruismo gratuito? ¿Qué valores deberíamos cultivar los docentes para transmitir a nuestro alumnado que darse a los que más lo necesitan es una forma de humanizar nuestra existencia? ¿Qué capacidad tenemos para motivar a todos aquellos que pasan por nuestros campus para que den un paso más y se involucren en una solidaridad compasiva con los que no pueden devolver nada tangible a cambio? ¿Cómo podemos motivar a esos estudiantes que realizan una acción puntual de servicio a cambio de ECTS para que después continúen por la senda del voluntariado libre y desinteresado?
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