Los birretes apilados de distintos colores que figuran en la fotografía representan las distintas áreas de conocimiento: Humanidades (azul celeste), Económicas (naranja), Ciencias Naturales (azul turquí), Ingeniería (marrón)… Seguramente están preparados para ser colocados de la forma más digna en las cabezas de catedráticos/as, doctores y licenciados/as en alguna ceremonia de cualquier universidad. Durante estas semanas de septiembre se multiplican los actos de inauguración de curso en los paraninfos de las distintas sedes universitarias. Palabras solemnes de sus rectores, deseos, planificaciones, nuevos estudios que se ponen en marcha y demandas a la administración solicitando una mayor financiación que permita sobrevivir a más de una institución centenaria, y a otras más jóvenes. Y en la mayoría de los casos con la presencia de autoridades políticas, judiciales y religiosas del territorio en el que está presente la institución académica. Un boato y una jerga, en ocasiones anquilosados, que adornan eventos que parecen sacados de otro tiempo, pero que siguen queriendo vestir a la universidad de la legitimidad y la notoriedad con las que otrora contaba.
Por contra y al mismo tiempo, somos testigos de la decadente y prostituida imagen que está ofreciendo la universidad recientemente. Un gran “zoco” de intercambios, favores, regalos y rebajas a la clase política cuyas tretas se cuelan en las portadas de los medios de comunicación y desprestigian, a modo de ventilador, a toda la institución universitaria. Polémicas, casi todas ellas, fundadas en el rol de sometimiento de la universidad a las distintas administraciones y a la estrecha autonomía con la que juega, muy necesaria para su definición y gestión cotidiana.
El acceso a la universidad se ha universalizado –valga la redundancia– al asumirse socialmente que es el trámite “necesario” para aquellos jóvenes que quieren optar a un puesto de trabajo cualificado. Pero a la vez, ha generalizado y devaluado una formación superior que ya no cumple con las expectativas ni el rigor de antaño. La fuerte competencia entre iguales y la proliferación de nuevas universidades, ha obligado a algunos centros de educación superior a convertirse en compulsivos inventores de nuevos “productos”, nuevas titulaciones que se presentan envueltas en un celofán de mercadotecnia, que casi siempre esconden lo que realmente son y significan. Al final de todo este proceso, los currículum de los graduados y posgraduados resultantes se presentan mimetizados unos de otros y la especialización necesaria nunca llega.
Mientras tanto, un porcentaje muy elevado de docentes asociados, sobre todo de universidades públicas, se defiende como puede en una situación laboral muy delicada que combina salarios ridículos, sin plaza fija y un carro de créditos impartidos a la semana. Esta realidad se ha acrecentado con la crisis y los recortes. Tampoco nos podemos olvidar de las nuevas inercias que ha traído la llegada del Espacio Europeo de Educación Superior (lo que conocemos como la era Bolonia) con el aumento de la burocracia, las evaluaciones docentes constantes y la creciente dificultad para encontrar financiación en proyectos de investigación.
El futuro de la universidad no se presume un camino de rosas. Precisamente, la escasa convicción reinante de que potenciar la universidad o la investigación es invertir en el futuro de un país no ilumina de esperanza el panorama. Para los que llevamos unos cuantos años vinculados a la universidad y sentimos una cierta vocación educadora creemos que se está cometiendo un gran error al instrumentalizar a estas instituciones, dependientes de los vaivenes de la coyuntura política o del ciclo económico presente. Los títulos regalados, los favores concedidos y las corruptelas integradas en el sistema no muestran más que la punta del iceberg de una realidad más compleja y nada halagüeña. La credibilidad de la universidad está en juego. La legitimidad de la universidad está en juego. Cuidado con esto.
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