Hace pocos días, Rafa Nadal copaba las portadas de los diarios y de las redes sociales en todo el mundo tras su imponente victoria en el Grand Slam Open de Australia. La mayoría de los medios destacaba que se trataba de una hazaña histórica: Nadal, con sus 21 títulos del Grand Slam, era el tenista más laureado hasta la fecha, por delante de Novak Djokovic y Roger Federer. Sin embargo, enseguida se pronunciaron voces recordándonos que había más de una mujer con más títulos cosechados: Margaret Court (con 24 individuales y 40 en dobles), Serena Williams (con 23 individuales y 16 en dobles) y Steffi Graf (con 22 individuales y 11 en dobles).
El deporte está cambiando –prueba de ello es la creciente presencia del fútbol femenino en el panorama mediático internacional–, pero hay mucho camino por recorrer. El deporte profesional protagonizado por mujeres adolece aún hoy de la cobertura, el seguimiento y el espacio que se dedica al deporte masculino. Como en otros ámbitos, hay ocupaciones cuya trayectoria es más díficil de reorientar a causa de su enquistamiento en el imaginario de la sociedad (y consecuentemente en sus rutinas y costumbres). Pero ¿por qué? Pues porque hemos diseñado un deporte-espectáculo basado en los prototipos masculinos y en conceptos como la hombría, la fortaleza, el pundonor, la competitividad o la dominación.
Aún hoy, la mayoría de las niñas hacen ballet o gimnasia rítmica, así como gran parte de los niños se dedican al fútbol. A ello se suma, además, que la afición al deporte –y especialmente al fútbol– ha estado desde hace décadas vinculada a un tipo de socialización masculinizada (diría yo que machista), a un tipo de lenguaje (diría yo que rancio), a un modo de consumir alcohol y a una forma de estar en la calle; mientras, la mujer se ocupaba de otras «cosas»: todo un ritual de hombres. Era uno de los rasgos de esa «masculinidad tóxica» de la que habla Ritxar Bacete en su libro Nuevos hombres buenos. La masculinidad en tiempos del feminismo.
Los progresos son positivos, pero todavía cuesta relegar esta tendencia al olvido. En otros ámbitos, como el periodismo o la política, pasa lo mismo. La transición hacia la igualdad es lenta y costosa. El papel de la mujer sigue siendo secundario y con un peso porcentual inferior en los medios de comunicación. Djerf-Pierre, de hecho, hablaba del «círculo perverso de las redacciones»: el director del medio confía mayormente en los redactores masculinos, que cubren los asuntos importantes y que, a su vez, tienen tendencia a preguntar a fuentes masculinas, las cuales siguen promocionando a reporteros que, al mismo tiempo, respaldan al director hombre. Si la narración de la realidad la siguen contando preeminentemente los hombres, la plasmación de la realidad en los medios seguirá caracterizándose por una mirada masculina.
Mientras «el macho» siga siendo objeto de culto preponderante –y el deporte nos pone ejemplos cada día– y la mujer tenga que seguir esforzándose en demostrar lo que hace y lo que es, no habremos avanzado. Sobre todo, porque las relaciones de dominación seguirán estancadas en ese pasado oscuro que no acaba de iluminarse.
Artículo publicado en ethic
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