La tergiversación de la realidad puede presentarse hoy de muy diversas formas y vestirse con diferentes galas. En los últimos tiempos estamos abducidos por las mentiras viralizadas a través de las redes sociales, pero hay una desinformación que viene de lejos y tiene su origen en el lenguaje: eufemismos, demagogia, connotación, juegos de palabras… En la legendaria obra 1984, Orwell diseña una neolengua que no hace sino reducir la capacidad de expresión y de esa forma aumentar la represión sobre aquella sociedad. Se eliminan vocablos, sobre todo adjetivos y verbos. La intoxicación y simplificación del lenguaje no supone sino el adelgazamiento de la democracia. Como señalaba Joaquín Estefanía en un reciente artículo en El País, “cuando más se manipula el lenguaje, mayor es el deterioro de la democracia, cuya fortaleza radica en la transparencia, la claridad y la verdad”.
En el reciente libro que ha publicado el ex político Nicolás Sartorius (La manipulación del lenguaje, Espasa) se reúnen, a través de lo que el propio autor denomina “breve diccionario de los engaños”, decenas de expresiones, términos y conceptos que no quieren decir lo que son o que, al menos, están siendo empleados en un sentido predeterminado y con intenciones deformantes de la realidad. Estas frases o vocablos, que en algún momento nacieron para manipular, se han instalado en el escenario común de nuestras conversaciones o crónicas de los mass media, pero contienen dentro de sí una intencionalidad manifiesta de alterar, aminorar o acrecentar alguna circunstancia o fenómeno. De esta forma, lograron lo que sus creadores habrían deseado fervientemente; que dicha manipulación se convirtiese con el tiempo en veracidad.
Resulta paradójica la brutalidad de unas denominadas “armas inteligentes” cuya principal función radica en su objetivo destructor, casi siempre de vidas humanas. O la creación de un “banco malo” que gestiona la toxicidad que ha generado la herencia de la crisis financiera y lo diferencia de los bancos buenos, cuando antes todos los bancos eran malos. Es como si una sola entidad consiguiera depurar, incluso moralmente, a todas las demás. O el hipotético nacimiento de los “brotes verdes”, anunciado a bombo y platillo por algún cargo político en plena crisis, aludiendo al final del “invierno” de los tiempos oscuros y fríos. Y el término “crecimiento negativo” es un espejismo que pretende decirnos que, vaya bien o mal la economía, siempre crece. Afirmación tan absurda como falsa.
La manoseada expresión de “economía de mercado”, escondiendo la idea de capitalismo, un poco deteriorada en nuestro tiempo. La idea de “externalizar” que no es otra cosa que “hacer desaparecer al trabajador como sujeto de derechos en el sistema productivo” y modificar el tablero de las relaciones laborales y mercantiles. O la “indemnización en diferido simulada” con la que la secretaria general del Partido Popular quiso salir al paso sobre la situación irregular del tesorero Luis Bárcenas, que como quedó evidenciado seguía en nómina hasta bien avanzado el escándalo que le inculpaba como organizador de la caja B de su formación.
El lenguaje tampoco es neutro. Viejo oficio el de aquel que se encarga de poner en circulación, consciente o inconscientemente, vocablos, expresiones, palabras que poseen una gran carga ideológica. Casi todos ellos, términos que rebajan, suavizan o edulcoran una realidad habitualmente más amarga, más dura y en definitiva más cruda. El escenario es rugoso, puntiagudo y repleto de obstáculos, pero los distintos poderes que lo ostentan requieren de la legitimidad cotidiana que les otorga la opinión pública. Y este reconocimiento no se puede sostener si no es a través promesas, maquillaje (imagen) y un buen relato. La construcción de ese relato es la batalla del día a día y requiere, entre otros detalles, el mimo y cuidado del lenguaje, de la palabra.
Brutal. Muy bien definidas las trampas del lenguaje.
¡Saludos!