Patricia Simón (La Marea)
Hay algo que da más miedo que el fin de la vida propia y de la de los seres queridos: la antelación de sus cenizas. Hay cierta fascinación ante la contemplación del precipicio: lo fácil que es convertir cuerpos que albergan mentes que componen afectos, melodías, ficciones e ingenierías mecánicas en jirones de carne sepultadas en fosas comunes; a hijos en retratos de pancartas portadas por madres que ya no temen nada porque sienten que nada tienen; habitaciones que hacían las veces de despacho mientras llegaba el día en que se convertirían en castillos para dragones imaginarios reducidas a escombros y alaridos desventrados sin consuelo.
En las primeras semanas de la invasión rusa, Kiev era el epicentro del terror psicológico. Tras el vaciado de quienes huyeron para poner a salvo a sus criaturas, aquellos que permanecieron portaban un rictus de turbación: allí permanecían mientras sabían que, en cualquier momento, el presente se podría convertir en pasado sin memoria. Adiós hogar, adiós proyectos, adiós familia, adiós amigos. Tuvieron que aprender en un instante a vivir al día. Y eso solo se aprende en generaciones. Así que el resultado era un viscoso y estruendoso pavor a lo que, semanas después, se confirmaría en Bucha –como antesala a los testimonios que nos llegan de Járkov, del Donbás o de Mariúpol–. Un terror que, envuelto en las sirenas antiaéreas […]
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