Hace varias semanas, aprovechando las vacaciones estivales, acompañé a mis hijos al cine. Pasar dos horas en la penumbra de una sala para ver una película en la gran pantalla es una buena costumbre, además de para refrescarse y dar un descanso a la piel machacada con tanto sol, para disfrutar de una obra de arte, cuando lo es. La película que fuimos a ver fue El Rey León, el espectacular remake con animales reales que ha lanzado la factoría Disney y que tiene visos de redoblar el éxito de la primera, creada en dibujos animados, y dirigida por Rob Minkoff y Rogers Allers en 1994.
Al margen de la polémica generada en torno al live-action con el que gesticulan y expresan sus sentimientos los animales protagonistas, la cinta puede tener otras lecturas a las que me voy a referir aunque no sean nuevas. Porque ya en su estreno hace veinticinco años, y como en otras tantas películas de Disney, la controversia alrededor de su relato y las connotaciones políticas e ideológicas que contiene sirvieron de argumento a diferentes comunicólogos para reflexionar sobre ella.
Cuando hablamos de El Rey León no nos estamos refiriendo exactamente a una película protagonizada por animales. Como se ha señalado por diferentes autores durante décadas, las historias del cine en las que los animales expresan sentimientos, vierten opiniones y toman decisiones nos recuerdan mucho más a otras protagonizadas por personas. Y esto nos coloca frente a una narración cargada de intencionalidad en la que el relato de fondo contiene una fuerza que a primera vista no se contempla. La película, que aparentemente se inicia describiéndonos cuál es la lógica natural dentro del reino animal, nos introduce en una serie de inercias y equilibrios entre especies dominantes y dominadas que nos resultan demasiado familiares en el orden social de los seres humanos.
En un estudio anterior que rememora su autor, Víctor Manuel Marí Sáez, en el libro Comunicaciones ininterrumpidas (PPC, 2016), se profundiza de forma magnífica en el trasfondo de esta superproducción. Las grandes preguntas que trata de responder son: ¿Cómo analizar la globalización capitalista en El Rey León? ¿En qué medida la película responde a los intereses geopolíticos que surgen en el mundo tras la caída del muro de Berlín? El autor advierte a aquellos que todavía siguen creyendo en la inocencia creativa de Disney, por si sus argumentos acaban destrozando este sueño cultivado desde la niñez.
En la primera escena de la película, “El ciclo sin fin”, se definen de forma nítida los distintos estratos –o clases sociales– en los que está dividida la sociedad. Como indica el autor, “los de arriba y los de abajo”. Tan claro que se encuentra perfectamente visualizado entre los que ocupan el lugar superior, esa roca en la que habitan los representantes del poder; las leonas y el propio Rey. Y los de abajo, el resto de animales que simbolizan el pueblo. En “El ciclo sin fin” el sistema es incuestionable y no se puede modificar. Debe asumirse tal y como está establecido porque es inalterable. Es la ley del más fuerte. La película nos habla de la ley animal porque la vincula a la cadena alimentaria pero es una evidente metáfora que nos traslada a la vida social de la humanidad. En esta primera escena también se puede interpretar, sin demasiada complejidad, la inspiración trascendente que adquiere el “bautizo” del heredero Simba por parte de Rafiki, ese mandril que representa el poder religioso, que lo unge y lo eleva al cielo mientras surge un rayo de sol como si le otorgara un poder divino.
Y fuera, en la periferia del reino, los excluidos. Es el lugar del mal, simbolizado por el cementerio de elefantes en el que habitan las hienas. Como señala Jerónimo Rivera en el artículo publicado en Razón y Palabra en 2004, “Una mirada a El Rey León desde la lectura de la imagen”, las hienas representan a los pobres y se les teme como potenciales invasores del reino. Ellas, junto al malísimo Scar, planean el golpe de Estado contra el sistema establecido. El autor destaca que en la versión original en inglés, las voces de las hienas están dobladas con acento afroamericano y en la versión castellana, su acento es latino, más concretamente mexicano.
Como señala Marí Sáez, el poder establecido por el Rey León, el bueno, queda bendecido y legitimado por todos, que lo asumen de forma natural. Sin embargo, la llegada al poder de las hienas, lideradas por el hermano desterrado Scar, se produce mediante la violencia y se representa bajo simbología totalitaria y nazi. El desfile de las hienas junto al león malo antes de tomar el poder nos recuerda a los protagonizados en la noche por los soldados del Führer a contraluz, o bajo una sombra alargada cuyo mal se proyecta sobre la sociedad.
Otro aspecto de gran interés nos retrotrae al momento geopolítico de la primera película, en 1994, superados los bloques Este-Oeste tras la caída del muro de Berlín. Nos encontramos en una década de intensa búsqueda del nuevo enemigo de Occidente. Y precisamente, este enemigo se visualiza de forma concreta y explícita cada vez que Scar se encarama a la roca para proclamar su desafío al poder establecido. Repetidamente, encima de él, una media luna ilumina la noche de la sabana y asocia a los malos con el mundo árabe y con el Islam. No es el único detalle que nos recuerda a Oriente. Marí Sáez recuerda que los ojos rasgados de Scar son otro buen ejemplo de esta conexión con el mal “de los otros enemigos de Occidente que atentan contra el orden social existente”, de los antisistema.
Por último, no podemos obviar toda la parte central de la película, el contrapunto eficazmente conectado a la realidad. Simba, junto a los hippies Timón y Pumba, habita durante algún tiempo en el lugar del “Hakuna matata”, “Vive y sé feliz. Ningún problema debe hacer sufrir”. Es el símbolo del relativismo posmoderno que prioriza la felicidad inmediata y pragmática por encima de la capacidad de transformación social o de la implicación política. Al final, los felices amigos del futuro Rey deciden acompañar a Simba a recuperar su poder, y serán recompensados con puestos en la parte superior del “Ciclo sin fin”, a modo de gratificación por los servicios prestados.
Pero, lo que me resulta más llamativo de toda esta reflexión es que, pudiendo haberlo hecho, veinticinco años después Disney no ha modificado un ápice el sentido de su historia. Una conclusión de que las cosas no cambian y que “el ciclo sin fin” parece imperturbable entre nosotros. Si todavía no has visto el remake de El Rey León, quizás es un buen momento para que te animes a acudir al cine con otros ojos; y si lo has hecho ya, no viene mal enfocarla con una mirada crítica, nada inocente, de cómo la gran factoría del entretenimiento que ha alimentado nuestra imaginación durante décadas sigue abordando sus obras con una carga de profundidad ideológica de gran calibre.
Y otro día hablaremos de La Sirenita, Aladdin, Blancanieves y los siete enanitos, La Cenicienta, Pocahontas, etc.
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