El futuro de Cristiano Ronaldo en el Al-Nassr podría correr peligro tras el incidente que protagonizó en uno de los encuentros en los que se disputaba el título de la Supercopa de Arabia Saudí. Pero no pasará nada porque a nadie le interesa que pase nada. La pasada semana, el portugués se marchó al vestuario abucheado, realizando un gesto obsceno al público tras la derrota de su equipo frente el equipo Al-Hilal. Hace unos meses, su salida del United fue acordada con él, ya que recibirá un total de 200 millones de dólares anuales del club saudí hasta 2025. Posiblemente, el mayor salario de la historia del fútbol.
Casi al mismo tiempo, conocíamos que Arabia Saudí está pagando grandes sumas de dinero desde hace algún tiempo a importantes investigadores de prestigio europeos para que cedan su nombre y su currículum, puedan engrosar los méritos de universidades saudíes y catapultarlas en los rankings internacionales. Este hecho ha sacudido de forma considerable el sector y ha puesto en entredicho, una vez más, el sistema internacional de valoración de la investigación.
Todo se compra, todo se vende al mejor postor. Los países del Golfo, con Arabia Saudí a la cabeza, pero seguida de cerca por los emiratos que la rodean, se han convertido en hacedores de sueños mundanos y de proyectos faraónicos que se centran en la más intensa concentración de imperios del lujo y el exceso. Dubai, Abu Dabhi, Kuwait… son la mejor expresión de ciudades configuradas en torno a la inversión del capital salvaje proveniente de los “petrodólares” acumulados en las últimas décadas del siglo XX por la extracción de crudo. Parques temáticos del derroche a espaldas de la naturaleza y del ser humano.
¿Qué se puede hacer con tanto dinero? Lo demuestran cada día que sale el sol desde los arenales del desierto. ¿Cómo se puede utilizar este capital en transformar grandes dunas en prósperas hectáreas del placer para el turismo exquisito y exclusivo? La respuesta está ahí, en esas urbes que cada día registran nuevos records arquitectónicos, urbanísticos, de ocio, deportivos, del conocimiento… Mercantilizándolo todo, consiguiendo situarse en los primeros puestos de cada ámbito, a golpe de talonario. Comprando a los deportistas más mediáticos, atrayendo a los mejores médicos, apropiándose de los investigadores más prestigiosos, comprando la más avanzada tecnología…
Pero siempre hay un “pero”, y en este caso es grande y denso. La fórmula para la obtención de la máxima rentabilidad del “oro negro” es una iniciativa que nace truncada, en aguas turbias y ajena al respeto de la dignidad humana más elemental. El mundial de Qatar puso encima de la mesa el escaparate de injusticia en el que se había producido la construcción de estadios e instalaciones deportivas durante años. El respeto a los derechos humanos (mujeres, colectivo LGTBI, minorías étnicas) fue un espejismo, incluso en momentos de máxima atención mundial.
Detrás, unos regímenes antidemocráticos que avalan y hacen pervivir un modelo de terror y control en el que nadie quiere reparar. Porque el mundo necesita su propio parque temático. Al planeta le hace falta su gigantesco paraíso fiscal, un gran zoco, en el que invertir, regatear, ganar y perder, comprar y vender, a costa de todo (incluso de la propia sostenibilidad del planeta) sin que nadie te diga nada.
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