La sociedad en la que vivimos no valora en su justa medida la edad ni la experiencia de las personas, o la naturaleza más longeva porque no entiende que lo que sucede hoy es reflejo intenso de lo que vivieron en primera persona sus predecesores. La sociedad de la que formamos parte idolatra el presente y olvida el pasado porque sufre una bulimia insaciable de novedades, que a veces no le lleva a ningún sitio. La sociedad en la que nos encontramos es reticente de evocar la memoria porque sus recuerdos le darían demasiadas pistas para no caer de nuevo en las mismas atractivas, pero destructoras piedras. La sociedad en la que somos pequeños granos de arena vive angustiada inmersa en sus mitos inmediatos y en los resultados únicamente tangibles que generan.
Un olivo centenario puede convertirse en símbolo natural del tiempo transcurrido, y a la vez, en víctima de la aceleración de nuestra generación. El olivo que permanece plantado en un terreno seco, pero a la vez próspero, ha sido privilegiado testigo de diferentes modos de contemplar la existencia, visor de un time lapse de la historia en el que se erige como única referencia inmóvil a su alrededor. Un árbol arraigado en la tierra desde hace siglos se hace presente de generación en generación, da cobijo y sombra a los que se acercan durante siglos y deja una huella imborrable en la memoria de los lugareños.
La obra cinematográfica que ha estrenado Iciar Bollaín hace pocas semanas, “El olivo”, recuerda el espíritu de este tiempo pasado en el que las cosas transcurrían más despacio. La aventura de Alma, una joven de 20 años que sufre junto a su abuelo la pérdida de un olivo centenario del terreno que labró y cuidó durante décadas es una metáfora del choque entre dos concepciones personificadas en dos generaciones: la de la conservación de la naturaleza, por lo que guarda de existencia y proceso milenario, y la de nuestra civilización desarrollista, basada en un progreso que no puede esperar y requiere de resultados al instante y dosis de aceleración exponencial.
Una vez más, la directora madrileña nos propone un argumento sencillo y humilde, pero con una historia-ensayo que abre la posibilidad a un mar de reflexiones sobre nuestra intrahistoria y sus derivadas. El cuidado medioambiental y las relaciones personales están en el centro de un guión perfectamente aderezado por Paul Laverty, que fusiona naturaleza verde y ambición humana.
Vivimos tiempos convulsos en los que hay que saber discernir entre lo urgente y lo importante. Momentos en los que prima lo inmediato, en los que no se gobierna mirando a nuestros hijos y nietos sino a la cuenta de resultados del ejercicio en vigencia o a la legislatura presente. Error de bulto si no somos capaces de ampliar la mirada como la de un olivo milenario que no se distancia del horizonte futuro pero no olvida su pasado sin descuidar la sombra o los frutos que proporcionará en el presente verano.
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