Varias personas me han comentado en los últimos meses que el período que va desde el inicio de la pandemia -marzo de 2020- hasta nuestros días ha transcurrido para ellas como un agujero negro en su vivencia. Es decir, como una laguna de tiempo perdido, como si no hubiera existido. Como si su recuerdo se hubiera detenido entonces y hubiera despertado quince meses despúes. Para todos se trata de un ciclo de tiempo experimentado de forma semi-amnésica, quizás porque nos cuesta más rememorar lo que hemos hecho durante este período, o cómo hemos celebrado tal o cual acontecimiento familiar o social. Es como si este lapsus no hubiera existido, y siempre que nos referimos a alguna anécdota de interés nos tenemos que remontar unos dieciocho meses atrás. Para muchos, nada importante parece haber pasado desde entonces.
A pesar de que esto no es del todo verdad, porque en este tiempo han ocurrido muchas cosas importantes: han nacido y han fallecido muchas personas, hay gente que ha perdido o cambiado de empleo, hay muchos que han trasladado su lugar de residencia, han variado su estado civil… Y sobre todo, todos los habitantes de este mundo hemos vivido uno de los acontecimientos más importantes de nuestras vidas en las décadas que vamos a existir: una pandemia global.
A pesar de todo ello, la explicación a este paréntesis temporal parece sencilla. En el último año y medio hemos sufrido un borrón de nuestra experiencia habitual, un momento en el que hemos frenado bruscamente nuestras relaciones sociales y no hemos vivido experiencias cambiantes ni especiales. Por el contrario, para muchas personas la monotonía se ha apoderado de su cotidianeidad y, en algunos casos, la ha llenado de apatía.
Al margen del agujero temporal 2020-2021, esta circunstancia nos transporta a una reflexión que cada vez me hago con más frecuencia, y que el tiempo de verano me inspira especialmente. En el tiempo de descanso, me paro, intento meterme dentro de mí y siempre que puedo, profundizar y ser consciente del «aquí y del ahora» para que no se me escape sin darme cuenta. Resulta misterioso que el tiempo no siempre tenga la misma duración, o por lo menos, no lo sintamos de la misma forma. Hay horas que pasan en un «pis pas» y hay otras que se hacen eternas. Hay jornadas que no acaban nunca y otras que no tenemos tiempo para hacer todo lo que queremos. Hay instantes de hace décadas que los recordamos como si nos hubieran sucedido hoy y otros recientes que los vemos borrosos en nuestra memoria.
Pero, es incuestionable que el modelo de sociedad de la modernidad ha acelerado los procesos en los que estamos sumergidos. Como señala Koselleck (2007) sobre la «aceleración del tiempo social», esta era iniciada en el siglo XIX e intensificada en el XX y en lo que llevamos de XXI ha condicionado integralmente nuestra vida porque la ha supeditado a la lógica productiva del sistema capitalista, acelerando nuestra existencia en pos de la eficiencia y del rendimiento del tiempo. Este ecosistema en búsqueda del máximo beneficio ha impregnado el resto de nuestras actividades vitales y nos ha puesto a todos a correr de un lado para otro haciendo cosas de forma compulsiva, tanto laborales, como de ocio, consumo o entretenimiento. En todos los casos el ritmo es igual de trepidante.
Una de las claves de este sistema que lo ha acelerado todo es su capacidad para mercantilizar también el tiempo. Postone (2006) apunta a la conversión de los resultados de las actividades individuales en valores temporales. Mucho después de que Benjamin Franklin pronunciara su célebre frase «el tiempo es dinero» con la que explicaba la equivalencia de ambos valores.
«El tiempo es oro» y hay que aprovecharlo, más bien estrujarlo, para vivirlo con la mayor intensidad y rapidez. Nos creemos que vivirlo con mayor intensidad significa realizar varias acciones a la vez, simultanear tareas (multitasking), no parar ni un segundo, no pensar en nosotros mismos, sino en lo que hacemos o en los objetos (tecnología) que nos entretienen, pero tal vez sea un error -la revolución digital es uno de los aceleradores más eficaces de nuestro tiempo-. Hoy podemos conversar y llevar a cabo diferentes actividades con varias personas a la vez a traves de diferentes dispositivos, y no volvernos locos. Pero, como ha descrito muy recientemente Hartmut Rosa (2016), la aceleración a ninguna parte nos inmoviliza y nos conduce a una alienación que nos atrapa entre la urgencia y la falta de horizontes.
El agujero temporal de la pandemia nos ha presentado un enfoque del tiempo que no conocíamos. Ha ralentizado nuestras vidas, aunque sólo haya sido durante unos meses, nos ha obligado a mirarnos más hacia dentro y a mirar de otra forma a las personas y las cosas con las que convivimos. Ha bloqueado, en parte, nuestras ansias consumistas, y para algunos ha mostrado un nuevo modo de vivir que no conocían hasta hoy. Esta desaceleración global temporal ha dado un pequeño respiro al planeta. ¿Es momento de replantearnos nuestra forma de enfrentarnos al presente y al futuro? ¿Es hora de pisar el freno de nuestro pulso vital? ¿Es posible reducir la marcha y pensar de verdad en el ser humano y en el planeta?
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