Retomo la imagen de Fatima Shbair, en la que este grupo de niños palestinos se reúne con velas y cobijado bajo varias mantas durante un alto el fuego en Beit Lahia (Gaza), en junio de 2021. La fotografía le valió a la autora el primer premio de Asia, en los Worl Press Photo 2022 que se concedieron hace varios meses. Los chavales protestaban pacíficamente por el recrudecimiento de los ataques contra Gaza.
La instantánea es sólo la excusa para volver a Palestina una vez más. A esa tierra árida y llena de muerte que, de vez en cuando, llama en silencio a nuestras vidas con algún vídeo tremendo, o para contarnos nuevos dramas que sumar a una historia empañada en sangre. El rasgo clave de esta guerra es el dolor, gota a gota, que produce en los habitantes de esa región, sin que el mundo quiera escuchar sus gritos de auxilio.
El conflicto larvado que mantienen Israel y Palestina desde hace más de cincuenta años es de los denominados de media intensidad. Es una guerra que no divisa su final, pero que está generando una destrucción y un daño a la población de dimensiones incalculables. Durante la intensificación del conflicto, -momento al que alude la imagen- de 2021, Unicef señaló que aproximadamente medio millón de niños requerirían apoyo psicológico después de este nuevo episodio violento.
Este enfrentamiento que a nadie parece interesarle resolver es un claro ejemplo de una de esas vergüenzas que soporta la humanidad de forma callada. Ni las protestas en favor de los derechos humanos, ni la defensa de la infancia y la población civil, ni los constantes atropellos contra la dignidad de millones de personas hace mella en los responsables, participantes directos y colaboradores necesarios, para que esa tragedia finalice. Los desmanes se producen en tan sólo unos cuantos kilómetros cuadrados de ese territorio frontera de fronteras, vértice convexo de diversas civilizaciones.
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