Las guerras pueden ser motivadas por razones tácticas, políticas, geoestratégicas, económicas, etc. Pero las guerras siempre son un cúmulo de dramas humanitarios que inciden en cada una de las personas y de los allegados que los sufren en vivo. Y esta guerra no es una excepción. Llevamos cuarenta días asistiendo atónitos, impactados y emocionados a una pasarela del horror. A una muestra, seguramente suavizada, de las consecuencias brutales que un conflicto bélico gestado en los despachos y estancias más acomodadas y cálidas de las cancillerías.
En esta ocasión, el foco mediático se ha puesto en las personas. Durante días hemos conocido a través de los medios de comunicación cientos de relatos de mujeres, niños y ancianos sobre su huida del espanto. Desde hace semanas, hemos sido testigos de las escenas más duras que un ser humano puede protagonizar en vida, gotas de lamento que quedarán para siempre en el recuerdo de esas almas. La imagen, datada el 27 de febrero, recoge la despedida de un niño de un ser querido desde el tren que partía hacia el éxodo en la estación de Kramatorsk, en el este de Ucrania.
Pero no siempre ha sido así. En los conflictos de los últimos años del siglo XX se extendió la costumbre de hacer desaparecer de los medios de comunicación toda imagen de personas que se mostrara en situación de sufrimiento, heridas o cadáveres. Se dijo que en la primera Guerra del Golfo, las agencias y cadenas de televisión estadounidenses, habían censurado conscientemente las imágenes de los damnificados de la guerra. Se habló de una guerra sin muertos, una guerra deshumanizada. Lo más impactante que pudimos presenciar fueron los cormoranes embadurnados de petróleo del Golfo Pérsico, tras la apertura de los pozos de crudo propiciada por Sadam Huseín para provocar a Occidente.
El dilema sobre mostrar imagen del ser humano en situaciones extremas durante los conflictos bélicos es un debate muy antiguo. Parece necesario enseñarnos los horrores de una guerra para concienciar de la gravedad de su realidad, pero a veces -esta puede ser el caso- cuando un conflicto se retransmite en directo, corremos el riesgo de caer en el amarillismo del estímulo fugaz, impactante y escasamente reflexivo. Una intensidad que se diluye tan rápido como surgió y desvanece nuestra capacidad de sorpresa hasta acabar por olvidar la injusticia, sin dejar a penas huella en nosotros.
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