El fallecimiento de la reina Isabel II ha generado una cascada de reacciones propias de la magnitud del personaje que se ha marchado. Millones de personas, en el Reino Unido y en todo el planeta, han despedido a la monarca como uno de los personajes más relevantes del siglo XX. Pero lo que más se ha destacado es su prolongada permanencia en el trono y la coherencia vital con la que ha vivido.
Este es uno de esos acontecimientos mediáticos que se refleja, al mismo tiempo –el mismo día y con semejantes titulares e imágenes– en todas las cabeceras de los medios masivos del globo. El Daily Mail titulaba “Our hearts are broken” (Nuestros corazones están rotos), el Daily Star, “You did your duty, Ma’am” (Usted cumplió con su deber, señora), o The Times, “A life in service” (Una vida en servicio). Entre otros aspectos, se ha destacado el valor eterno de su figura y su completa dedicación a la tarea que desempeñó durante siete décadas.
Sin embargo, a estas alturas me sigo preguntando por qué generan tantas vinculaciones y afectos este tipo de personajes, que se convierten en mitos de las clases medias a lo largo del tiempo. Por qué causan infinita admiración y se idolatran de esta manera tan desmedida, hasta producir una enorme desolación social generalizada cuando desaparecen. Sin duda, la representación del personaje en un idílico mundo de hadas se topa de frente con la necesidad de todo ciudadano normal, de vida rutinaria y sacrificada, y con las dificultades que todos sabemos, de aspirar y añorar una vida ideal.
La reina Isabel, como antes lo fue Diana Spencer, anteriormente Romy Schneider, Elvis Presley o Marilyn Monroe han sido exponentes ficticios de ese cuento de hadas que nunca fue. Pero, al margen de ello, la sociedad ha proyectado en estos íconos de la cultura popular todos sus deseos y sueños. Los ha convertido en parte del reparto de una gran película o de una serie de Netflix. Hace pocos días, un tertuliano radiofónico señalaba que lo que estaba viviendo una gran parte de la población estos días no se diferenciaba mucho de lo que sentía cuando veía un capítulo de la serie “The Crown”.
No debemos olvidar que la corona es una institución de origen medieval, y que los fastos por el funeral de la reina van a costar a los británicos miles de millones de libras en una coyuntura de inflación desbocada y creciente protesta social. Pero la ciudadanía global seguimos, a través de la televisión y de internet, obnubilados de emoción y reverencia, un acontecimiento desmedido, anacrónico y antidemocrático. Unos hechos que dibujan una realidad idealizada en un mundo complejo. Crónicas que ensalzan a adalides que siempre caminan en terrenos firmes o se rodean de poderosos. Protagonistas convertidos en referencias que se mofan de sus súbditos mientras les saludan educadamente con la palma de su mano.
En pleno siglo XXI sorprende esta admiración ciega que ensalza y sube a los altares de la popularidad a personajes e instituciones que, en esencia, representan a modelos y referencias que están basados en el clasismo, la desigualdad y la jerarquía social. En nuestros días sigue resultando paradójico que sigamos rindiendo culto a estos becerros de oro que denigran tan explícitamente nuestra dignidad.
Artículo publicado en elobrero.es
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