(Artículo publicado en Loyola Media)
Se celebran en estos días los Juegos Olímpicos de invierno en la ciudad canadiense de Vancouver. Entre otras cosas, allí, una milésima de segundo cotiza su precio en oro. Al igual que en el motociclismo o en el circo de la Fórmula 1, la medición del tiempo se convierte en prueba irrefutable y vital. Sólo una milésima de segundo es suficiente para que un piloto se proclame campeón del mundo o por el contrario quede relegado a la segunda posición. Sólo una pequeñísima fracción de tiempo hace que el deportista se encumbre al pedestal del éxito y la fama o descienda al agujero del olvido. Así de injusto resulta a veces el deporte y con ese mecanismo se diseña una competición cada vez más exigente y en la que el valor tiempo es tan importante.
El tiempo se ha convertido en un valor al alza en nuestras sociedades posmodernas. A las personas se les mide por el volumen de trabajo que son capaces de asumir y finiquitar en un determinado tiempo. Se presupone que aquellos profesionales que poseen una alta cualificación son capaces de resolver los problemas en un corto espacio de tiempo. Muchos de los debates que se generan en nuestras sociedades tienen de fondo la retahíla del tiempo: la edad de jubilación, las horas de trabajo semanales, la duración de un pacto, los días que faltan para empezar un gran acontecimiento o la efeméride de algún otro. Las máquinas son más cotizadas cuanto más veloces. La tecnología en general es más avanzada cuanto más rápidamente desarrolle la acción para la que ha sido configurada. Estamos metidos de lleno en una sociedad que valora de forma creciente el tiempo y que nos enseña que si administramos mejor ese valor podremos obtener un mayor éxito en todo aquello que emprendamos.
En este contexto, el tiempo casi siempre aparece asociado al ahorro del mismo. Uno de los rasgos más importantes que caracteriza a las nuevas tecnologías es la oportunidad que nos brindan para agilizar y acortar los procesos. La llegada del correo electrónico, los chats o las múltiples versiones de las redes sociales han insuflado una velocidad de vértigo al desempeño profesional: porque facilitan el intercambio de documentos de forma rápida, porque se saltan varios pasos en la consecución de distintas acciones o porque simplemente permiten comunicarse por escrito con diferentes personas a la vez. Sin embargo, está comprobado que el papel de las nuevas tecnologías aplicado al factor tiempo, aunque permite producir más en menos horas, eleva el estrés al profesional y genera una mayor ansiedad.
El factor temporal ha cambiado la forma de entender nuestras vidas, tanto en el ocio como en el ámbito laboral. Se ha generado una sensación común de aprovechar cada minuto al máximo, como si éste hubiera que llenarlo de cualquier forma, casi siempre de cara al exterior. Leonardo Boff en un artículo reciente se preguntaba “hacia donde huimos” cuando circulamos en nuestras vidas con tanto vértigo y aportaba en su reflexión la necesidad de una parada, de detener el tiempo para dedicarnos a nosotros mismos para resolver también, de forma pausada y pensada, nuestros conflictos interiores. El tiempo interior no siempre obedece al tiempo del reloj. El tiempo no sólo es el transcurso de los minutos o los segundos, sino con qué somos capaces de llenarlos, de qué forma estamos dispuestos a vivirlos.
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