(Artículo publicado en El Diario Vasco)
Larry Namer, un joven de 26 años que confía en finalizar la temporada con tres millones de abonados es el artífice del primer canal de “telerrealidad” que nace en Estados Unidos a principios de este año, “Reality Central”. Pero si bien este joven intenta abrirse camino en un campo que hasta ahora, ha hecho multimillonarias a un puñado de productoras que arriesgaron por este género, la cadena Fox, está dispuesta a dar una vuelta de tuerca más. El pasado 12 de enero los directivos de la televisión, propiedad de Rupert Murdoch, adelantaron al diario The Guardian un nuevo formato que llevará por título “Forever Eden” que recuerda sin duda a “El show de Truman”, aquella película en la que la vida del protagonista transcurre durante casi treinta años en un plató de televisión.
Si bien en este formato que adelanta la cadena norteamericana Fox se juega con las emociones, el sexo y la tensión entre los participantes, el experimento que llevó a cabo la pasada temporada la televisión británica ITV provocó la queja de los espectadores que alegaron maltrato a los concursantes, a los que se sometía a permanecer despiertos durante nada menos que una semana, si querían hacerse con un suculento premio económico (Efe, 10 de enero de 2004).
Hoy por hoy nadie sabe qué cariz puede tomar esta forma de hacer televisión, pero analizando los pingües beneficios que reporta a las cadenas que programan “telerrealidad”, es probable que lleguemos a ver, no dentro de mucho tiempo, una ejecución en directo. Un grupo de comunicación norteamericano que explora nuevos mercados en la emisión por cable, ha realizado un estudio para conocer por dónde caminan los gustos de su público y cómo aceptarían un canal especializado en “justicia”. Pues bien, cuando se preguntó: ¿Le gustaría a usted ver la ejecución de Bin Laden en directo? La respuesta de los potenciales espectadores fue rotunda. El 67% contestó que pagaría por ello. Un dato sin duda escalofriante y que nos hace pensar que quizás todavía lo peor está por llegar.
El año 2002 fue para los expertos de televisión en España, el año de la “telerrealidad”. Así se afirma en el anuario que ha editado este año GECA y en el que se pone de manifiesto que este tipo de programas arrasó en audiencia. No sólo formatos con valores morbosos, sino programas como “Operación Triunfo” que en su primera edición tuvo una media del 50% de audiencia en horario de prime time.
Para el presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid, Fernando González Urbaneja uno de los mayores problemas es el nuevo panorama que está surgiendo entre los profesionales del periodismo. “Los periodistas tenemos que ver poco con esta historia. La televisión se ha ido divorciando del periodismo y los periodistas somos más víctimas que protagonistas de este fenómeno. La “telebasura” es un concepto que enmascara más que describe, es la trivialización de los contenidos de la televisión. Los fabricantes de la “telebasura”, en definitiva, son los responsables de las cadenas, los programadores, pero no los telespectadores, que como pueblo soberano, pueden ver lo que quieran” (Antona, 2004).
La parrilla televisiva ha evolucionado hacia un notable proceso de uniformización, motivado por un cierto temor generalizado a quedar fuera del cuadrilátero en la “guerra de audiencias”. Hasta tal punto se experimenta este fenómeno que asistimos frecuentemente a un viciado mimetismo que impide, o por lo menos ralentiza, la puesta en antena de ideas nuevas y se autoimpone una práctica que busca copiar la creación más exitosa para hacerle competencia. Lo más peligroso es quedarse al margen. La máxima expresión de esta homogeneización es la frecuente práctica de la contraprogramación que casi siempre compite con espacios de semejante naturaleza con los que se rivaliza. Recientemente, el director de las más importantes revistas que se editan sobre la programación de televisión, Agustín de Tena aseguraba que la contraprogramación supone “una burla al telespectador, a las revistas y a los lectores” y pedía a los organismos competentes un mayor “rigor” en el cumplimiento de la ley.
Programas como “Salsa rosa”, “Dónde estás corazón”, “Aquí hay tomate”, “Tómbola” o “Lo que faltaba” consiguen a través de las historias de personajes “pseudoconocidos”, en primer lugar, mantener “enganchado” al espectador durante varias semanas con sus affaires sentimentales o familiares. Logran recrear un doble juego al acercar las vidas inalcanzables de unos cuantos famosos hasta nosotros, mostrándolas diariamente en situaciones de lo más corrientes. Y por último, se aseguran el seguimiento de un espacio por un nutrido grupo de televidentes que engorda los ratings de las cadenas y atrae más publicidad.
Pese a que “sólo un 12% reconoce que ven los programas del corazón que pululan por todas las cadenas y únicamente un 8’6% asegura que les gusta esta clase de espacios”, hay otros datos que desprenden impresiones más negativas. Según un estudio elaborado por el CIS el último trimestre de 2003, “el 55’8% de los ciudadanos encuestados considera que la televisión es muy o bastante vulgar y el 76’2% opina que es poco educativa e interesante” (El Diario Vasco, 25 de noviembre de 2003).
Lo más grave es la frivolización y manipulación de grandes temas de índole social que se abordan de forma confusa, efímera y superficial, cediendo micrófono y cámara a personajes que incluso se han visto implicados en turbulentos asuntos. Así, se configuran reality shows, tertulias, televisivas y radiofónicas, o un tipo de programación “rosa” en la que se otorga un espacio en hora punta a personas imputadas por la Justicia por adopciones ilegales, maltratos, tráfico de drogas, corrupción e incluso asesinato. Los protagonistas opinan, discuten y vierten opiniones que calan, sientan cátedra y pueden orientar la forma de pensar de millones de personas cuya única fuente de información sobre estos temas son dichos espacios. Socialmente, se consigue desviar la atención y rebajar las tensiones que problemáticas de este calibre podrían ocasionar en la opinión pública. La nueva comunicación gira en torno a la polémica que levantan estos showman. La preocupación sobre algunos problemas se difumina en triviales discusiones y desactivadas reivindicaciones en las que el personaje y su espectáculo son lo más trascendente.
Pero si bien nadar a caballo entre la ficción y la realidad es lícito para ofrecer un espectáculo de buen gusto, adentrarse en cuestiones que rozan la inmoralidad es un paso ante el que habría que detenerse, al menos a la hora de definir dónde y en qué banda horaria se deberían emitir. Partiendo de que la libertad de expresión no debe verse en peligro, sí sería coherente que este tipo de programas, siempre que jueguen con ingredientes que puedan herir la sensibilidad de un determinado tipo de público, se pudiera desplazar de horarios de máxima audiencia o bien emitirlos en canales de pago especializados. En cuanto a si hay que poner límites o no, se debe hacer un llamamiento para proteger el respeto de la dignidad humana. Y los mass media tienen una función social que no ha de canalizarse exclusivamente hacia el rendimiento económico, en detrimento de la opinión pública y de sus derechos.
Es evidente que habrá que articular los mecanismos necesarios para que, al menos, a unas horas determinadas no se emitan programas de este tipo. A diferencia de lo que ocurre en otros países europeos, en España, todavía no se ha redactado una ley general de televisión ni existe un consejo general de lo audiovisual, algo que se reivindica desde no pocos sectores. Sí hay una legislación comunitaria, pero el problema, como siempre, es su interpretación. Adoptemos medidas antes de que la única oferta en todas las cadenas, generalistas y autonómicas, sean los programas de “telerrealidad” y la crónica rosa en todas sus variantes.
Deja una respuesta