Cuando me sorprende la noticia del apaleamiento de un joven hasta su muerte por manifestar su identidad sexual, o los abusos y la violación cometidos por una «manada» de hombres contra una mujer en la oscuridad de la noche, o las quemaduras ocasionadas a un anciano sin hogar en el interior de un cajero automático, o los insultos que en muchas ocasiones sufren las personas migrantes por la calle… siempre intento encontrar alguna explicación racional a semejantes salvajadas, pero nunca soy capaz de procesar un discurso que justifique lo sucedido.
En la mayoría de los casos, estas agresiones discriminatorias se producen contra víctimas en clara inferioridad, vulnerables, muy perjudicadas vitalmente y que forman parte de colectivos que habitan en el área de exclusión social y carecen de oportunidades para volver a integrarse. Personas que padecen la desigualdad, son parte de alguna minoría, o a quienes nuestras sociedades no son capaces de hacerles un hueco mínimamente digno.
Pero los actos violentos, los que implican esa violencia explícita con acciones que agreden y lesionan, sobre todo físicamente a otras personas, no sobrevienen solos. Hay detrás de ellos un movimiento que cunde en las sociedades y que extiende un rencor y una ira que los legitima. Son los denominados discursos del odio. En plural, porque hay de muchos tipos y orientaciones, aunque tengan el denominador común de la desestabilización social. Un fenómeno larvado desde hace años, construido paralelamente al de la polarización y el enfrentamiento político, o quizás motivado por éste, con una notable presencia en la narrativa social, comprobado su enorme eco entre la opinión pública.
Tras la primera entrada de Vox en un parlamento autonómico, Innerarity explicaba de esta forma en El País el novedoso fenómeno: “Hay una explicación psicopatológica para la irrupción de la extrema derecha en Andalucía: un nicho de votantes optan por aquello que consideran que mejor expresa su cólera contra el poder establecido”. Y añadía el autor, conectándolo al rumbo de la actual coyuntura: “La política se nos ha convertido en una centrifugadora que polariza y simplifica el antagonismo. Cuanta menos calidad tiene la vida política, más vulnerables somos al poder de los más brutos, mayor es el espacio que dejamos a los provocadores”.
En los discursos del odio, el lenguaje, las expresiones empleadas, las palabras amenazantes, los insultos y la agresividad del habla tienen mucho que ver con el clima de fragilidad del sistema, con las dudas y las decepciones que ha generado en gran parte de la ciudadanía. En 2018 Lipovetsky señalaba; “vivimos una situación nueva de inseguridad frente a la cual no hay soluciones claras (…) La política ya no ofrece esperanzas. El agotamiento del debate político ha traído furia y odio. Cuando fracasan las organizaciones de intermediación, lo que queda es el individuo. Y sus reacciones inmediatas.”
Pero el rencor y el odio, convertidos en tweets, en titulares o en breves frases lanzadas a las redes sociales, no son exclusivamente producto del hartazgo con el sistema o de la desafección con la política. Se ha instalado entre nosotros una forma de relacionarnos y de conversar que derrama violencia narrativa. Que desprende odio por todos los poros.
Cuando los discursos del odio acaban en los tribunales por injurias o incitación a la violencia, casi siempre se ponen de manifiesto en contraposición al derecho a la libertad de expresión. Ariel Kaufman, en un volumen que analizaba en 2015 la libertad de expresión y la protección de los grupos discriminados en Internet, afirmaba que para considerar delito un discurso del odio debía contener, por lo menos, estos cuatro criterios: grupo agraviado en situación de vulnerabilidad, deseo de humillación o degradación, malignidad o invitación a terceros para humillar o excluir a otros e intencionalidad.
Se podría afirmar que nuestra generación vive inmersa en un clima hostil que maltrata –no cuida de forma digna– al individuo desde que nace hasta que muere. Se ha impuesto una atmósfera de agresividad constante, cargada de falta de respeto, que premia al que se manifiesta con la voz más elevada, pronuncia las expresiones más gruesas y el vocabulario más soez e insultante. Este lenguaje consigue mayor eco social, obtiene una mejor recepción en el grupo, y viraliza más y de forma más acelerada.
La supervivencia en la jungla de la opinión pública está muy relacionada con grandes egos y bulímicos protagonismos sociales. En los discursos del odio destacar equivale a ofender, discrepar se corresponde con insultar y ser proactivo, se convierte en promover la violencia contra el diferente. Cuantos más derechos que nos igualan se consiguen y más se avanza en el reconocimiento de aquellos colectivos antes excluidos, se percibe una mayor resistencia entre sectores reaccionarios e involucionistas.
Desde el anonimato se apunta y se lastra el honor del diferente, y de forma gregaria e irracional se ejecutan los ramalazos de violencia alimentados previamente. El discurso del odio, traducción del original anglófono hate speech, o en su no directa pero clarificadora traslación al latín odium dictum, tiene la importante protección del derecho a la libertad de expresión. Sin embargo, por garantizar esta libertad de expresión, no podemos a su vez estar promoviendo una sociedad que normalice el uso de un lenguaje humillante, un clima de miedo generalizado sobre los más débiles y una caza de brujas en su versión del siglo XXI.
Deja una respuesta