La representación de este grupo de niños resulta, por lo menos, inquietante. Rostros mirando al frente, sin a penas expresión. Parece que interpelan a todo aquel que se atreve a posar la mirada sobre sus ojos durante unos segundos. Niños y niñas, de varias edades, algunos de la mano de sus hermanos mayores, otros en solitario. Sobrecogedora la escultura, pero más aterradora la historia que esconde bajo el bronce.
Un enfurecido Hitler recibió la noticia del asesinato del dirigente de las SS, Reinhard Heydrich, protector de la entonces Checoslovaquia, y desencadenó la tragedia. El führer ordenó la búsqueda de sus asesinos y para ello emprendió una cruel represión contra la población civil. Una de las localidades más perseguidas fue Lídice, que se había erigido como una de las más combatientes contra la entrada de los nazis. Allí asesinó en un primer momento a decenas de hombres, y capturó a mujeres y niños a los que trasladó a campos de concentración y exterminio. Los separó por etnias y muchos fueron liquidados en la cámara de gas.
En total murieron 82 niños, que en este tiempo han servido de símbolo contra la barbarie. En su memoria, la artista checa Marie Uchytilová, junto a su esposo el también escultor Jirím V. Hamplem, esculpió durante años un voluminoso grupo de figuras que representa a aquellos niños fallecidos de forma tan dramática. Es uno de los recuerdos imborrables que lleva Europa en su cargada mochila de transgresiones flagrantes contra la humanidad. La obra, ubicada en la localidad asediada, tardó en acabarse por falta de financiación y su autora nunca la vio concluida.
Es una imagen que nos pone en alerta sobre la protección de la infancia. En Europa, en Siria, en Ruanda, en Liberia, en Pakistán, en Palestina, en la frontera mexicana de EEUU… Es la visibilización del horror en su lado más terrible. Las guerras, los conflictos, las desigualdades son asuntos que se abordan en las mesas de los mayores, de los “adultos” que tienen la capacidad, el poder, la edad… de debatirlos. Y mientras, casi siempre la infancia paga la factura de sus incoherencias en su papel de víctimas de un desastre que han heredado sin decidirlo.
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