Steve Kerr es el entrenador de los Golden State Warriors. En su comparecencia del pasado martes ante los medios de comunicación, previa al partido que su equipo iba a disputar en la NBA contra los Dallas Mavericks, estalló enfurecido. Ese mismo día se acababa de producir el asesinato de 19 niños y dos maestras por parte de un joven tras el asalto a la escuela de la localidad de Uvalde (Texas).
“¿Cuándo vamos a hacer algo?”, reclamó indignado. “Estoy cansado de subirme aquí y ofrecer condolencias a las familias devastadas…”. Y dirigiéndose directamente a los senadores republicanos les espetó: “¿Vais a poner vuestro propio deseo de poder por delante de la vida de nuestros hijos, nuestros ancianos y de la gente que va a la iglesia? Porque es eso lo que hacemos todas las semanas (ir al colegio y a la iglesia), y estoy harto”.
En ese momento el baloncesto no era lo importante. En ese momento Kerr declinó hablar del partido y de sus jugadores para centrarse en lo esencial. No siempre las figuras del deporte, de la música o del cine utilizan su gran influencia para propiciar olas de adhesión a causas justas y humanas. ¿Qué pasaría si un número grande de futbolistas de élite, o artistas de Hollywood, se unieran de verdad en favor de reclamaciones legítimas y sociales? ¿Cómo se tomaría la sociedad que aquellos que son referencia y modelo de tantos chavales -y no tanto- adoptaran un papel más crítico y activo con algunas cuestiones de calado?
El movimiento Me Too en otoño de 2017 generó en todo el mundo un cataclismo que removió las inercias con las que había funcionado un sector de la industria cultural, sobre todo apegado al cine, abusando de su poder desde el machismo y la ideología patriarcal. De aquellos tweets y declaraciones surgieron otros, y de ellos decenas de denuncias que acabaron en demandas ante los tribunales. Creo que somos conscientes de la fuerza que tienen los personajes reconocidos ante la opinión pública, sobre todo en la selva de mensajes e instrumentos digitales a nuestro alcance.
Desde hace más de una década, centenares de personajes públicos o criados en las redes sociales son utilizados por las marcas para vender y comercializar productos y servicios de todo tipo. Son los denominados “influencers”. Por sus vídeos, sus mensajes y sus rostros se pagan grandes sumas de dinero. ¿Por qué muchos de esos personajes siguen camuflados en eso, en su personaje, y no se comprometen con el mundo real? ¿A qué esperan para construir desde su fama un reclamo de cambio real de lo que nos rodea? ¿Por qué no se emplea la figura del “influencer” para reivindicar otro tipo de demandas que no sirvan sólo a intereses particulares con ánimo de lucro?
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