No tengo claro si cuando una persona mayor se pone la mascarilla y se protege de un posible contagio, lo hace de la pandemia o de una sociedad que invisibiliza sus propósitos y no es capaz de reconocer que la población más longeva sigue siendo uno de los pilares del apoyo familiar y social en la red de las relaciones cercanas.
Inesperadamente, la actual situación nos ha obligado a girar nuestra mirada al colectivo de las personas mayores. Además, ha propiciado que el conjunto de la sociedad tome conciencia de que, en el terreno de la salud, se trata de un segmento especialmente vulnerable. Y gran parte de las medidas que se han adoptado, tanto institucionales como particulares, han ido encaminadas a protegerlo. Uno de los principales propósitos del distanciamiento social y el establecimiento de las férreas burbujas convivenciales, ha sido el aislamiento de este sector de la vida rutinaria y social para alejarlo del virus.
Sin embargo, los datos son tozudos y nos han bañado con un jarro de agua fría cuando han constatado que en la mayoría de los países, el porcentaje de las personas mayores de 65 años contagiadas y fallecidas por coronavirus se ha acercado o superado el 50%. Nuestras sociedades “desarrolladas” siguen teniendo arrinconados a algunos de sus colectivos, porque no le son útiles o porque suponen una carga en el equilibrio económico del bienestar. Y esta crisis sanitaria ha mostrado los déficits de un sistema imperfecto que se ceba especialmente con las personas mayores: filosofía en la gestión de algunas residencias, categorización por edad en la atención hospitalaria, incapacidad en el abordaje de problemas como la soledad o la dependencia en la vida privada…
En el contexto de nuestro sistema mercantilista, la valía de las personas se mide por su aptitud a la hora de aportar mano de obra o de consumir. Y el colectivo de las personas mayores, en términos generales, no lidera ninguno de estos dos rankings. Más bien, se “aprovecha” de un mecanismo de compensación que se ha establecido a través del sistema de pensiones. Un aparato del que hoy se benefician los que lo mantuvieron vivo durante toda su etapa laboral.
Los mayores no tendrían que representar un estorbo, pero tampoco la mercancía de las disputas políticas, ni el objeto de infinidad de iniciativas, ni deberían quedar reducidos a estereotipos sociales. Más bien, se configuran como un colectivo cada vez más numeroso en el escenario demográfico, con una consolidada personalidad y protagonismo en la vida cultural y social, y con la intención de protagonizar sus propias acciones.
Esperemos que esta pandemia haya acrecentado el respeto intergeneracional y sepa inocular en nosotros el reconocimiento a las personas mayores a través de la solidaridad. No sólo por el constante testimonio de su experiencia, sino por nuestra obligación moral de no arrinconar a ningún segmento social. Pero como señalaba Helena Béjar en su obra El mal samaritano, esta solidaridad debería ser duradera y por convicción, y no sólo sustentada en emociones que pueden desaparecer cuando la situación de crisis se relaje y las apreturas del momento bajen de intensidad.
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