La agencia Reuters ha elegido entre las imágenes más destacadas de este intenso año, la fotografía del matrimonio McCkloskey, tomada durante una de las manifestaciones que el movimiento Black Lives Matter llevó a cabo en la ciudad de St. Louis (Misuri, EEUU) por la muerte de George Floyd, en el mes de junio. La pareja, dos abogados residentes en uno de los barrios ricos de la ciudad y contrarios al desarrollo de la marcha, no dudó en exhibir una pistola y un subfusil AR-15 para tratar de ahuyentar a los manifestantes del lugar. La convocatoria, absolutamente pacífica, continuó su itinerario previsto con gran tensión entre sus participantes.
Al margen de la controversia que causó la versión sobre el sentido de la imagen, no acabo de acostumbrarme a la naturalidad con la que, en algunas partes de este mundo, la gente emplea las armas de fuego para “defenderse”, para demostrar sus convicciones o para lanzar algún mensaje enormemente “asertivo”. Pero es todavía más desazonador el hecho de que las economías más prósperas basen sus exitosos resultados en la industria que produce dichas armas, y además extiendan al resto del planeta esta cultura de las armas a través del entretenimiento, el ocio y la ficción. Una filosofía violenta que se exporta por medio de las estrategias políticas, el sistema financiero y los medios de comunicación.
La imagen, de gran calado, no es la única que se ha propagado recientemente en semejantes circunstancias, pero impacta porque consigue llenar con esa atmósfera de cotidianeidad una escena que es más propia de un western o de un conflicto violento. Lo que se desprende de esta instantánea es la aparente normalización de un gesto. Pero, en el fondo subyace una cultura de vida y de las relaciones sociales basada en el método violento para la defensa de ideas y opiniones. Una inercia arraigada en el pasado de ese país, que asume con una importante aceptación la presencia de las armas en el paisaje urbano, en el escenario casero, y en las rutinas individuales y colectivas.
Recientemente, se ha observado una multiplicación de las milicias paramilitares en muchas ciudades de Estados Unidos. Con su actuación buscan su legitimación y ponen en cuestión algunos de los valores más profundos de esa democracia. Según el Stockholm International Peace Research Institute, Estados Unidos es el mayor vendedor de armas del planeta, con un 57% del total. Pero los datos más preocupantes provienen del consumo interno. Tal y como verifica la propia industria, en los últimos siete meses de 2020 los estadounidenses han comprado un total de 19 millones de armas, un incremento del 91% con respecto al año pasado.
¿Cómo puede pacificarse un país que hace uso cotidiano de las armas para visibilizar o exponer sus razones frente a realidades complejas? ¿De qué forma se puede extinguir su uso si una gran parte de la ciudadanía asume que la tenencia de armas está legitimada por el escenario y los peligros que les acechan? ¿Cómo se puede desgajar una práctica tan interiorizada por la población de un país, si cada vez que se produce un hecho violento con armas, éstas incrementan sus ventas de forma exponencial? ¿Qué papel juega la industria del ocio y el entretenimiento si el relato de ficción que llega de aquella cultura dota de naturalidad y cotidianeidad la resolución, con el uso de las armas, de los problemas entre los seres humanos? ¿Estamos ante el declive de un sistema político que es incapaz de resolver sus conflictos interculturales, sociales o económicos de forma pacífica y dialógica?
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