El cuerpo de una mujer fallecida hace quince años apareció momificado hace varias semanas en una vivienda de un barrio de Madrid. Nadie le había echado en falta. Recibía su pensión en una cuenta corriente y con sus ingresos pagaba la contribución, el agua y la luz. Era viuda, sin hijos y a penas tenía relación con sobrinos y primos. Pero nadie notó que había muerto, ninguna persona cercana –vecinos, gente del barrio– había percibido su ausencia. El periodista y escritor Juan José Millas le dedicaba una columna hace varias semanas en El País Semanal.
Y todavía hoy, el sentimiento que más se repite entre la ciudadanía es el de incredulidad. ¿Cómo ha podido suceder? No concebimos que, ni los servicios públicos, ni la ciudadanía, ni los que le rodeaban hubieran ignorado tal situación durante tanto tiempo. ¿Cómo es posible que una persona, en mitad de una ciudad, rodeada de personas por todas las esquinas, pueda morir sin dejar rastro alguno? No queremos admitir que fallan nuestros resortes contra la soledad. No entendemos que existan personas que no tengan a nadie con quien compartir sus últimos minutos de vida.
La Obra Social de la BBK ha colocado en el Arenal bilbaíno la imagen de una mujer sentada en un banco que se ha viralizado a gran velocidad y que ha causado un hondo sentimiento de preocupación y de angustia. Se trata de una escultura hiperrealista de silicona del artista mexicano Rubén Orozco que ha conmocionado a todo aquel que la ha visto, en vivo, a través de la televisión o de las redes sociales. Sin embargo, la mujer que ha servido para realizar la replica esculpida está viva. Es Mercedes, una bilbaína de 88 años que vive cerca de allí y que cuenta con una vida llena de actividad.
Lo que se quiere destacar con esta acción tan exitosa es la existencia de una soledad silenciosa, la que viven miles de personas mayores que durante toda la semana no tienen contacto con absolutamente nadie. Gentes que no esperan a nadie, que no se relacionan con nadie, que no dialogan durante meses con nadie. Las grandes ciudades (París, Londres, Madrid…) están plagadas de personas con este perfil. Los barrios y apartamentos con rentas antiguas albergan a miles de ancianos que morirán en soledad en los próximos años.
La ecuación es sencilla de formular. Si a nuestras costumbres individualistas les sumamos comunidades de decenas de vecinos que se emplean como residencias dormitorio en las que la vida de los demás queda relegada a una simple conversación de treinta segundos de ascensor a la semana, el interés por lo que le pasa al que comparte tabique con nosotros es inapreciable. La emoción que se extrae de esta experiencia es de profunda tristeza, pero la vida acelerada y el imperante instinto de supervivencia en esta jungla hacen imposible otra realidad.
Es una soledad invisible, silenciosa y discreta. Es una soledad terrible porque no se atreve a perturbar al que vive al otro lado. Es una soledad rodeada de gente. Es una angustia vital que se asume como irremediable porque no hay otra opción y todo el mundo alrededor circula corriendo sin tiempo para detenerse en lo fundamental. Y además lo sabemos. Pero nos conmueve la escultura de Mercedes, porque necesitamos emocionarnos y sentir la quietud de un muñeco para perturbarnos por dentro.
¿Os habéis puesto a pensar cuántas personas solitarias que hoy habitan en pisos de bloques fríos e impersonales descubriremos dentro de uno, cinco o diez años que fallecieron en absoluta soledad? ¿Habéis meditado si en vuestro portal o escalera vive alguna persona de estas características? ¿Os habéis preocupado por ella? ¿Sabes si necesita algo, está enferma o le visita alguien durante la semana? ¿Es necesario que una escultura de silicona nos ayude recordarlo?
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