Cinco mujeres que rondan los ochenta permanecen sentadas en un banco sonriendo a la cámara mientras descansan, supuestamente, después del breve paseo diario que les ha recomendado su médico de cabecera. Seguramente lo hacen para no elevar de forma extraordinaria sus marcadores de tensión, azúcar y colesterol, pero también para encontrarse con otras mujeres en situación semejante. Muy probablemente en sus conversaciones comparten escenas de su vida, relatos de la familia en la que han vivido y, las que tienen, la última anécdota del nieto al que todavía van a buscar por la tarde casi todos los días a la salida de la escuela. Una de ellas se recuesta sobre su taca-taca, que emplea de asiento cada vez que el grupo se detiene.
¿Qué protagonismo social ha jugado en las últimas décadas esta franja de edad que casi todos estamos de acuerdo en afirmar que sigue funcionando de colchón económico y de apoyo real tras la irrupción de la crisis? ¿Qué voz hemos otorgado a este colectivo que, como hacemos con las generaciones de jóvenes, nos empeñamos en generalizar y verlos como un grupo homogéneo y sin opinión aparente? ¿Hasta cuando vamos a considerarlo un agente pasivo, a pesar de su considerable crecimiento en las previsiones de la pirámide de edad poblacional en los próximos treinta años?
Los constantes avances médicos auguran un aumento de la esperanza de vida y, consecuentemente, un escenario plagado de octogenarios y nonagenarios, y de enfermos crónicos con tratamientos prolongados para paliar diversas dolencias o discapacidades. Un colectivo que, solamente por su volumen, va a requerir de gran parte de las atenciones y recursos de una sociedad que no parece que en este momento esté demasiado concienciada ante este fenómeno demográfico, pero fundamentalmente humano.
Será porque uno se sitúa vitalmente, y en pocas décadas, como víctima de este desconcierto social y necesitado de personas y medios que se vuelquen en él. Pero la realidad nos dice que este desarrollo, desmedido y basado en el ensimismamiento en el consumo y la tecnología, debería virar hacia otro más sostenible y centrado en el cuidado de las personas. Lograr que este objetivo se convierta en punto prioritario de la agenda y apostar por que las desmanteladas administraciones públicas lo consideren parte de su estrategia a medio/largo plazo son dos de los pasos que se deberían asumir en breve si queremos que cambie el modelo.
En los últimos tiempos, el colectivo de pensionistas está dando un importante golpe en la mesa que persigue, sobre todo, que se le coloque como agente interlocutor e influyente en el sistema. Aunque sólo sea porque estas generaciones, en mejores condiciones de calidad de vida que hace años, sean consideradas target de peso por marcas y partidos políticos, parece necesario un cambio de rumbo. Los mayores de 65 han entrado hace tiempo y con gran fuerza en el club de los potenciales clientes y votantes y si, a futuro, no se sostiene su estabilidad podrían poner en peligro la economía de cualquier país. Ahora sólo hace falta que también se les perciba como sujetos de derechos. Así sólo estaríamos devolviendo la deuda que esta sociedad tiene con ellos por tanto favor impagado.
Deja una respuesta