Vivimos un verano al ralentí. Es todavía sorprendente, cuando habitualmente esta época del año acelera y densifica nuestras ciudades y pueblos, contemplar las playas sin abarrotar, los museos a media entrada y los restaurantes con sitio para cenar casi todos los días. Un año sin fiestas, unas noches sin madrugadas –excepto para unos pocos– y un asfalto con menos vehículos, pero con exceso de caravanas. El verano de 2020 no se nos va a olvidar jamás. La sensación es de un estío a cámara lenta, con el murmullo de unas calles con sordina y el paisaje de nuestros rostros semiocultos y fragmentados en dos secciones.
Desde marzo, cada vez que me pongo delante del papel vacío me esfuerzo en escribir sobre otros temas, pero no puedo. La fuerza de este tiempo nuevo me empuja a fijarme en lo que estamos viviendo con una intensidad latente que ya ha calado en nuestras vidas. ¿Y así hasta cuando? Es la incertidumbre el sentimiento más penetrante y del que no podemos desprendernos.
Si escuchamos, de forma irreverente, las conversaciones de las personas que nos cruzan en caminos, calles y paseos, sólo hay un tema: el tema. Resulta, sin duda, espesante y a veces delirante no hablar de otra cosa. Todo gira en torno a lo mismo, y además va cargado de estereotipos, miedos y afirmaciones culpabilizadoras.
Todo espacio tiene aforo limitado, horarios acotados y costumbres normativizadas. Muy pocas cosas quedan al albur de la espontaneidad y nuestras relaciones sociales se están viendo afectadas. Y de fondo, el otoño y el invierno que acechan con nuevas e insólitas situaciones por vivir. Y siempre acabamos nuestra charla: “lo que tenga que llegar, ya llegará”.
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