El pasado mes de febrero saltaba a los medios de comunicación de todo el mundo la noticia del nacimiento de WeFood, un nuevo concepto de supermercado en el que se venden alimentos caducados o con el envase dañado que se ha puesto en marcha en el barrio de Amager, ubicado en Copenhage. Un comercio creado por una ONG de inspiración cristiana. Aunque algunos de los destinatarios de esta idea son los colectivos con un menor poder adquisitivo –los precios se reducen entre un 30% y un 40%– el principal objetivo de esta iniciativa es la concienciación al conjunto de la ciudadanía acerca de la abundante cantidad de alimentos que acaban en la basura. Dinamarca es uno de los países con mayor índice de deshechos en el conjunto de la Unión Europea con 747 kilos al año por individuo, unas 700.000 toneladas en total.
No es la primera iniciativa de estas características que se pone en marcha. En 2014, abrió sus puertas el supermercado The Daily Table que vende comida caducada en la ciudad estadounidense de Boston. El creador de este nuevo negocio, Doug Rauch, aprovechó el lugar para abrir junto al comercio un restaurante que también ofrece en su menú platos con comida caducada. Aunque existe desconcierto sobre los perjuicios por el consumo de alimentos caducados, el período para la caducidad que impone la legislación al etiquetado ofrece un cierto margen de confianza al consumidor. El ministro Arias-Cañete se refería hace cuatro años a la posibilidad de distribuir alimentos caducados con fines sociales, pero todavía hoy sería imposible poner en marcha iniciativas semejantes a la danesa o a la estadounidense porque la legislación española prohíbe vender productos caducados.
El surgimiento de estas iniciativas pasan por encima de otras que ya se han explorado con gran éxito por parte de organizaciones de carácter social y que han potenciado con un gran éxito los históricos “bancos de alimentos” de ciudades y pueblos. La gran diferencia –dicen preocupados los responsables de estas entidades– es que ellos lo hacen sin cobrar un euro a los beneficiarios. Los bancos de alimentos ya realizaban una tarea de intermediación entre los destinatarios y los supermercados y mayoristas, que se servían de estas campañas para trasladar la idea de proyección social enmarcada en su estrategia de Responsabilidad Social Empresarial.
Esta tendencia proliferó con la llegada de la crisis a los países desarrollados en 2008 y la publicación de numerosos trabajos periodísticos en los que figuraban personas sin recursos apropiándose de los desperdicios que los supermercados depositaban en los contenedores de basura al final de la jornada. Las imágenes mostradas en prime time por los programas denominados de telerrealidad en los alrededores de los cubos de basura descubrían la paradoja, hasta ahora desconocida en Europa, de un sector de la ciudadanía de clase media sin capacidad para comprar los alimentos básicos para subsistir.
La explicitación de la opulencia en los países enriquecidos toma forma de modo muy plausible en el paisaje de los lineales de cualquier gran superficie de alimentación. La ingente cantidad de toneladas de productos desperdiciada, los excedentes de alimentos básicos como la leche, las verduras o los productos cárnicos incinerados porque no hay comprador y la nefasta gestión en el establecimiento de los cupos en detrimento de la producción local –hoy denominada de kilómetro 0– y a favor de los intereses comerciales que imponen las transnacionales globales de cada sector promueven una realidad injusta que genera desigualdad y deterioro medioambiental. Es la expresión de una globalización que posee los medios y los instrumentos para dar de comer en igualdad de condiciones a todos los habitantes de este planeta pero que opta, de forma inmoral, por olvidarse del bien común y primar el interés particular, por arrinconar los derechos humanos básicos y supeditarse al poder económico.
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