En los últimos tiempos, vamos contemplando con tristeza el deterioro paulatino de la conversación. En algunos casos, porque se ha querido acabar con ella. En otros, porque cada uno de nosotros hemos ido alimentando, a veces inconscientemente, un estilo de comunicar plano y nada edificante. Paradójicamente, en medio del ruido atronador de lo superfluo, se impone el silencio vacío de lo importante en foros, medios de comunicación y sociedad en general. En la mayoría de las ocasiones, el tsunami de frases que se entrecruzan las personas en entornos reales o virtuales no generan el intercambio de ideas o pensamientos, ni dan como fruto proyectos constructivos, ni siquiera son palabras pronunciadas para crecer o humanizar el paisaje social.
El tipo de comunicación que hemos normalizado es una suma, incesante y vertiginosa, de oraciones entrecortadas, exabruptos, diminutivos, relatos frívolos y rumores sin verificar que socializamos entre nuestros contactos para hacernos un hueco en esta sociedad hostil. El lenguaje es áspero; lo vemos en los parlamentos y lo escuchamos a nuestros hijos adolescentes. Es ciertamente agresivo, porque eleva el tono verbal subrayando el papel dominante del que habla grueso, menosprecia a los otros, o se defiende porque se siente atacado. Es un lenguaje de guerrilla que entierra el debate social racional, sosegado y con argumentos.
Si no elevas el tono de tus expresiones parece que no existes, o no se te escucha. Si no te muestras duro y arremetes contra algo o alguien, pasarás inadvertido y nadie te leerá. Twitter (hoy X) ha blanqueado en los últimos años un tipo de lenguaje soez, un modo de interpretar el mundo. Cuando surge un nuevo asunto, la intensidad del hilo en esta red social va in crescendo con insultos y desprecios al diferente. Hasta ningunear o cubrir con basura verbal las opiniones de los más alejados de nuestros postulados. A veces, estos discursos proclaman odio por los cuatro costados, promoviendo una cultura de la violencia y la revancha. Otras, desprenden simplonería, absurdez y ensalzamiento del pensamiento vacío. Lo más grave es que esta forma de comunicar ha calado profundamente.
En esta comunicación degradada cabe la demagogia, la frivolidad y la mentira, o mejor dicho la construcción de una verdad paralela que compite con la realidad misma. Y así vamos narrando lo que pasa en el mundo. Tratando de ganar adeptos a través del uso manipulado de las emociones. Utilizando el humor -los aparentes inofensivos memes son un ejemplo- para desprestigiar a personas, instituciones o creencias. Difundiendo noticias falsas -de las que hablaremos en futuras columnas-, distorsionando o simplificando realidades complejas, y a veces conflictivas.
La construcción del relato político ha contaminando otras instancias de nuestra vida social. Como nos explicaba Christian Salmon, se ha transitado desde el “storytelling”, el arte de contar historias, hacia otro tiempo, definido por él como La era del enfrentamiento (Península, 2019). Una época en la que los actores de la actualidad se sumen en su propio descrédito por su incapacidad, o porque fracasan los místicos proyectos que presentan a la ciudadanía. Y este es el escenario en el que comienza la guerra de los relatos. Una agria batalla en la que todo vale. En la que la transgresión, la sorpresa y la puesta en cuestión de la verdad juegan un papel relevante.
La conversación que emana de este choque de relatos se despoja de su dimensión dialéctica para desembocar en una batalla de monólogos. Y en el monólogo no hay intercambio, ni escucha, ni es posible el consenso. Mientras representantes políticos, artistas, deportistas… escenifican cada día, diríase cada segundo, su espectáculo en el escaparate del espacio público, millones de miradas observan y los adoptan como modelos e “influencers” vitales. Como trasfondo, el impacto y la hipersensibilización de una opinión pública cada vez más vulnerable.
La conversación es hoy más necesaria que nunca. La riqueza que poseen nuestras sociedades plurales nos obliga a establecer un diálogo sincero y transparente para fortalecer la convivencia entre diferentes. Pero esta conversación debe inspirarse en un lenguaje compartido, de respeto hacia el otro y de humildad para aceptar la cesión de una parcela de nuestra verdad. Una conversación leal y constructiva nace del reconocimiento de que todos los participantes están cargados de razones y parten con la misma legitimidad para el debate. Sólo de esta manera se pueden esperar consensos, acuerdos y puntos intermedios desde los que construir una sociedad más humana e inclusiva. El cuidado del camino también es importante en el conjunto del proceso.
Mariano Sigman ha publicado El poder de las palabras. Cómo cambiar tu cerebro y tu vida conversando (Debate, 2022). Un alegato en favor de la conversación y el diálogo, desde la premisa de que nuestro pensamiento es maleable, y en el diálogo tranquilo y respetuoso está la respuesta a muchas de nuestras decisiones (o indecisiones). Recordemos que la polarización brota, entre otras cosas, cuando cada uno sólo se escucha a sí mismo. Estamos muy poco acostumbrados a escuchar y pasamos demasiado tiempo diciendo cosas. Se hace imperiosa una conversación en la que cada agente participante esté dispuesto a modificar sus puntos de vista y a revisar sus creencias.
Y añade Sigman, que lo que decimos y cómo lo decimos marca también nuestros pensamientos y cómo nos presentamos al mundo. La expresión precisa de nuestras emociones facilita expresar cómo sentimos lo que vivimos, sin temor a provocar equívocos en los demás y en nosotros mismos. La necesidad de aprender de la conversación, y del diálogo con uno mismo, nos permite entendernos mejor y entender mejor a los demás.
Artículo publicado en Revista Mensajero
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