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Imagen Creative Commons (Flikr)
Una de las cuestiones que más me sorprende cuando hablo con adolescentes es la pérdida de celo que demuestran por la protección de su vida íntima o privada. Pero no son los únicos. En ocasiones, también es palpable la ligereza con la que padres y madres comparten en sus redes sociales imágenes de sus hijos desde bien pequeños. Un estudio publicado por la periodista Nancy Jo Sales en 2018 señala que en Estados Unidos el 92% de los niños menores de dos años ya tienen una presencia digital en internet, y durante sus primeros años de vida hay padres que ya han compartido cientos, o miles, de imágenes de sus hijos. En el mismo informe se apunta que desde muy temprana edad, a muchos de estos pequeños se les abren con su nombre cuentas personales en las distintas redes sociales.
Como otros fenómenos, este también ha sido bautizado con su denominación en inglés: “sharenting”, de la fusión entre los términos “share” (compartir) y “parenting” (crianza). Esta realidad plantea varios debates que se complementan. Por un lado, el registro de una huella digital que puede perpetuarse en el tiempo y podría marcar la personalidad y el futuro de estos niños. Y por otro, la dudosa moralidad de quienes comparten imágenes o datos de la infancia, un segmento especialmente protegido en todas las sociedades. Por poner solo un ejemplo, hace algún tiempo un tribunal condenó a unos padres por haber vulnerado la propia imagen y la intimidad de su propio hijo.
La imagen es uno de los elementos más sensibles en la salvaguarda de la vida privada. Si se transfiere la imagen personal a la esfera pública se pierde, en un segundo, el anonimato protegido durante años. Por ello, los avances producidos en los últimos tiempos en torno a la identificación biométrica (imagen del rostro, voz o huella dactilar) de las personas por parte de las autoridades se han convertido en polémicos. Si se capturan, investigan e intercambian nuestros datos identificativos más importantes se habrá destapado una porción de nuestra identidad en ese mismo momento.
La imagen es solo una parte de esa especie de fortaleza que debiera constituir la privacidad. Pero la vida privada parece haber perdido el valor social que concitaba hasta hace muy poco. Vida privada, imagen, intimidad… son dimensiones que se cruzan en este debate y hoy ya no cuentan con el mismo reconocimiento. Debemos distinguir dos tipos de grietas en la protección de la vida privada y la intimidad: la que parte del consentimiento otorgado del protagonista al ceder su propia información, y la que ejercen los demás –incluidos gobiernos y empresas– sobre los datos de nuestra identidad y de nuestro entorno.
Vivimos en un tiempo en el que la presencia, la escenificación de una “vida feliz” y la necesidad de crear en los otros y en nosotros mismos emociones sostienen para muchas personas el día a día. Para que estas situaciones tengan éxito y se complementen se requieren dos posturas: la de aquel al que satisface exteriorizar su vida más personal e interna, y la del individuo que le gusta observar las costumbres más privadas de los demás. En bruto y sin ambages: la del exhibicionista y la del voyeur.
La “extimidad”, un concepto que ya describió Lacan en 1954 y que posteriormente retomó Miller, nos remite a aquella realidad de la vida íntima que se exterioriza intencionadamente en la esfera pública. Hoy en día, las posibilidades que han introducido las tecnologías están potenciando estas posturas, individual y socialmente. Se ha generalizado una especie de rivalidad por mostrar, a modo de pasarela, quién se encuentra más autorrealizado, quién tiene los hijos más guapos, quién hace los viajes más exóticos, quién ha disfrutado del fin de semana más inolvidable, quién ha disfrutado del plato más suculento… Una competición que alienta el narcisismo con el que nacemos y nos educamos cada uno.
Resulta muy sugerente el nuevo libro que acaba de publicar la filósofa de Oxford, Carissa Véliz, sobre la importancia de proteger nuestra privacidad. En su obra, The Ethics of Privacy and Surveillance (La ética de la privacidad y la vigilancia) alerta sobre el nuevo escenario que se ha abierto hace algunos años con la transición digital. En este contexto, el rastreo, la clasificación y el almacenamiento de información personal se hacen más sencillos y permiten el abuso de poder de forma ágil y rápida. Compartir la privacidad (tus sentimientos, tu cuerpo, tu pasado, tu salud, tus errores, tus vergüenzas, tus aficiones…) con otros ajenos a tu círculo de confianza supone perder el control sobre tus cuestiones más íntimas, convertirse en un ser más vulnerable. Significa perder el poder sobre tu propia personalidad.
Véliz retoma un argumento muy abordado en los últimos años, sobre todo a partir del texto publicado por la socióloga Shoshana Zuboff en La era del capitalismo de la vigilancia (2013). En su ensayo afirma que hace tiempo que las corporaciones empresariales se encuentran obsesionadas por predecir y controlar nuestro comportamiento. Estas grandes compañías han tejido una gran red que está condicionando la democracia y nuestro futuro en libertad. Para ejercer este control acumulan millones de datos sobre nuestras actividades cotidianas, los analizan empleando avanzados algoritmos y los aplican afinando sus estrategias para llegar a nosotros de la forma más precisa y certera.
La protección de nuestra privacidad no es un capricho que persigue demonizar el uso de la tecnología ni a los distintos agentes económicos y políticos. Más bien, es una llamada de atención a no descuidar la defensa de nuestra identidad personal, ya de por sí frágil y sometida a demasiados vaivenes vitales. ¿Somos conscientes de nuestras acciones cuando lanzamos al ciberespacio innumerables pistas de nuestra vida privada o la de nuestros seres queridos? ¿Contaríamos a un extraño que pasa por la calle cualquiera de las historias que compartimos a través de las redes sociales? ¿Hemos dado por perdida la protección de nuestra privacidad en pos de una vida más “acomodada” en la que se pongan a nuestro alcance, de forma fácil y continua, todas las posibilidades del mercado?
Artículo publicado en Revista Mensajero
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