Capirotes, cofrades, la Dolorosa, tambores y trompetas, el Nazareno, pasos, imaginería, el crucificado… Año a año me sigue llamando la atención la capacidad que tiene el ser humano de adorar y denostar la misma cosa al mismo tiempo. En Semana Santa, cientos de procesiones inundan nuestras calles de costaleros y viandantes que guardan largas horas de espera para ver y lanzar loas y saetas a sus imágenes más veneradas. En unos lugares más que en otros, con mayor o menos fervor, pero sin dejar de hacerlo.
Mientras tanto, esta sociedad en la que vivimos arrincona la práctica religiosa hasta los lúgubres y cada vez más vaciados templos de fieles durante todo el año. La gente joven no quiere saber nada de ir a misa y la liturgia de los diferentes oficios no se renueva ni un ápice desde hace siglos. Hasta hace algún tiempo la respuesta “soy creyente, pero no practico” era la más habitual, pero hoy ya hay muchas personas que ni se lo plantean. No entra en su esquema de vida. Al mismo tiempo, la búsqueda de la vida interior sigue en auge en todas las latitudes.
La Semana Santa es ese reducto, me dirán muchos que, basada en la tradición y la cultura de los diferentes territorios, que sigue inmutable con el paso de las primaveras. Y de todo el calendario, porque en muchos pueblos y ciudades, las cofradías y hermandades forman parte del paisaje local más arraigado durante los doce meses del año. Niños que abandonan la “Play” un momento, jóvenes que luego empalmarán con el botellón de la noche y adultos están implicados en el festejo. Las lágrimas y los gritos de pasión se mezclan entre la multitud. Y si se suspenden por la lluvia, tenemos un drama.
He tenido la oportunidad de presenciar numerosas procesiones de Semana Santa a lo largo de mi vida y sigo pensando que, como en otras fiestas y celebraciones, en ocasiones sólo quedan en pie las tradiciones más esencialistas, pero también las más folclóricas y emocionales. De padres a hijos, la posmodernidad no ha conseguido, por ahora, romper esta secuencia de ritos, entre lo sagrado y lo humano.
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